El 18 de marzo de 1871 las calles parisinas, que ya desde finales del siglo pasado venían siendo espectadoras de revueltas que cambiaron el rumbo de la historia, volvían a presenciar una nueva insurrección. Pero, en esta ocasión, entre las enfurecidas masas no aparecieron chisteras burguesas como la inmortalizada por el pincel de Delacroix. Porque, a diferencia de las anteriores, reconducidas por los acuerdos de los notables, la de la Comuna fue una revolución exclusivamente popular, encabezada por el pueblo y dirigida por él. Su consiguiente pluralidad tiñó las siguiente diez semanas de una experimentación política y social sin precedentes, donde parisinos y parisinas -ellas fueron precisamente las primeras en levantarse- trataron de poner en práctica las que hasta entonces eran utopías.
El recuerdo de la Comuna, anegado por la sangre derramada por el asesino Thiers y sus sicarios, fue uno de los factores que contribuyeron a dividir la Primera Internacional. Para la facción anarquista los hechos de la Comuna constituyen la piedra de toque que demuestra la iniquidad del Estado, de cualquier Estado, que, como escribió Bakunin “sacrifica los intereses de la mayoría por los de una privilegiada minoría”. Solo la libre federación constituida de abajo arriba, y asentada primariamente en uniones de trabajadores, podría oponérsele como alternativa.
Ciento cincuenta años más tarde esta idea no ha perdido ni un ápice de justicia. Por eso, la Confederación Nacional del Trabajo, y frente a las fantasías de ayer y de hoy sobre un autoritarismo de cuño populista, reivindica una organización federalista, sin poder, de acuerdos libres y voluntarios. Esta es la auténtica libertad.