ArteGuillotina/Obra gráfica contra la monarquía

Inauguración el 13 de septiembre a las 19 h. en la Fundación Anselmo Lorenzo, Calle Peñuelas 41, Madrid.  A continuación el texto de Luis Navarro para el catálogo: CUENTOS DE AYER Y DE HOY La Constitución española de 1978 arranca…

Inauguración el 13 de septiembre a las 19 h. en la Fundación Anselmo Lorenzo, Calle Peñuelas 41, Madrid. 

A continuación el texto de Luis Navarro para el catálogo:

CUENTOS DE AYER Y DE HOY

La Constitución española de 1978 arranca con una grave incoherencia que hace inviable su interpretación orgánica. En su artículo 1 define a España como un estado democrático cuya soberanía reside en el pueblo, para señalar a continuación que su forma política es una monarquía, por más que parlamentaria. En términos lógicos esto supone afirmar de manera axiomática principios contradictorios en un mismo texto que pretende ser constituyente. Es decir todas las demás leyes orgánicas y derivadas deben ajustarse a los fundamentos constitucionales, y ninguna nueva norma jurídica que apruebe el parlamento puede entrar en conflicto con ellos.

La carta robada

La palabra monarquía indica que la soberanía, la fuente del poder político, reside en una sola persona, mientras que en las democracias emana del pueblo de una forma u otra. La teoría política ha cambiado poco respecto a la clasificación de las formas de poder establecida por los filósofos clásicos, quienes distinguían entre el gobierno de uno (monarquía), el gobierno de una clase, ya fuese de sabios o de militares (aristocracia), o el gobierno de todos (democracia), o al menos de todos aquellos a los que se reconocía la condición de ciudadanía. Estas tipologías tenían carácter excluyente a la hora de aplicarse a la organización del estado, y en particular monarquía y democracia ocupaban los extremos más alejados de la nomenclatura: la monarquía se justifica en todos los casos mediante recurso a un principio trascendente, sea de orden teológico o identitario, mientras que las democracias lo hacen en base a principios inmanentes, materialistas o pragmáticos pero básicamente seculares. Las monarquías parlamentarias europeas modernas son un injerto, una criatura monstruosa nacida de especies que se odian cuyo único propósito es limitar y controlar despóticamente el sano ejercicio de los derechos democráticos.

No es la única contradicción en nuestra carta magna referida a la Corona. Según su artículo 14 “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, pero el 56 establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. De donde se seguiría que el rey no sería español, o acaso no sería humano, como aseguraban los Sex Pistols de la reina Isabel II o como afirman algunos conspiracionistas. 

Está claro que este principio de igualdad inherente a la democracia no puede darse en un estado monárquico, siquiera sea por la banalidad de que ningún ciudadano puede acceder a la jefatura del estado, sea cual sea su capacidad o el apoyo social que concite, si no es el poseedor de los derechos dinásticos. Y estos derechos no son una cuestión simplemente genética. Las monarquías modernas ya no se justifican en razón de un mandato divino, pero siguen siendo resultado de un derecho de conquista militar en la mayoría de los casos. Es decir, se implantan mediante la violencia, se sostienen mediante el uso intimidatorio de la fuerza y no suelen caer sino violentamente. 

Los fantasmas

Lo mínimo que cabe pedir a nuestras normas fundamentales es consecuencia, subordinación estricta a los principios de la geometría. Si no, dejan de ser un cimiento social sólido y se convierten en un catálogo de postulados donde elegir según nuestros intereses discursivos: unidad o pluralidad nacional, primacía de la propiedad privada o de los derechos humanos, división de poderes o subordinación del poder judicial al ejecutivo, reconocimiento de la condición de ciudadano o de súbdito, etc. Por eso hay artículos cuya presencia en la Constitución es papel mojado, una declaración de ideales que ni siquiera son intenciones y nadie se toma en serio, como el derecho al trabajo, la vivienda o la vida digna con sanidad y educación garantizadas. En cambio hay otros que se aplican al pie de la letra o se interpretan libremente en función de un contexto preciso, como ha ocurrido recientemente con la aplicación del 155 en Cataluña. Y por eso también hay artículos que pueden ser reformados de la noche a la mañana sin previa consulta popular por las presiones de los poderes financieros, como ocurrió en 2011 con el 135 en plena crisis.

Este pequeño repaso a las contradicciones y debilidades de nuestra ley fundamental viene a cuento por cuanto las monarquías parlamentarias modernas son también por defecto constitucionales. Es decir, la constitución que determina las demás leyes derivadas, no solo demarca y limita los privilegios y funciones del Jefe del Estado y del resto de los gobernantes electos, sino que el propio Jefe del Estado “representa” esas leyes y tiene la misión de velar por su observancia y cumplimiento por encima de cualquier interés político. Vemos que no es así ni puede serlo: la constitución española, que solo una consulta popular debería poder alterar, es en su ambigüedad y en su abstracción una herramienta pensada y hecha a medida por y para el ejercicio del poder en circunstancias históricas precisas. Esta secuencia ambigua de leyes redactadas y negociadas por intereses en conflicto metidos con calzador durante la transición deriva en el eterno retorno de esos mismos conflictos que pretendía superar. Y cuando la legislación no alcanza a dirimir un conflicto de forma explícita siempre acaba venciendo quien impone su dominio, es decir quien controla la economía, los medios de comunicación y los cuerpos de seguridad y defensa. 

Pese a todo, existe una conciencia extendida, y remachada constantemente por los medios oficiales españoles, de que Juan Carlos I fue en España algo así como el monitor y el garante de la transición política española hacia un modelo democrático, una especie de “padre fundador” bonachón y campechano, y que en alguna medida su figura sigue siendo necesaria pues representa la unidad y conciliación de todos los españoles, hoy encarnada en la figura de su hijo Felipe VI. Esta imagen, mantenida cerradamente por una prensa política volcada en el maquillaje del régimen y por una prensa rosa dedicada a banalizar la política con sus lecturas para el consumo plebeyo, se ha ido deteriorando con el paso del tiempo, a medida que el llamado “régimen de la transición” ha ido mostrando sus costuras.

El traje nuevo del emperador

Quienes defienden hoy a la monarquía española desde supuestos democráticos suelen hacerlo en base a tres tipos de argumentos: el simbólico, el representativo y el pragmático. Las obras que se incluyen en esta exposición deconstruyen desde diferentes perspectivas cada uno de estos aspectos, y llamo la atención sobre un grupo de ellas que juzgan el papel colonial del reino de España en Centro y Sudamérica. La importancia de incorporar esta perspectiva exterior reside en el hecho de que en el estado español rara vez se ponen de manifiesto, ni siquiera entre los críticos del sistema, las heridas que el imperio español infligió a estos pueblos y culturas, de las que todavía no ha habido una declaración oficial de perdón, y el colonialismo económico que todavía se practica sobre ellas. En lugar de ello se celebra una suerte de esencia que nos une a través del lenguaje bajo el término Hispanidad, de la que su majestad el rey sería el embajador extraordinario.

Respecto a los argumentos del primer orden, ya sabemos lo que el rey simboliza: desde luego no la hermandad ni la conciliación de todos los españoles, sino el mantenimiento de unas esencias históricas basadas en la unidad, la grandeza y la soberanía imperial de España. Mucha gente no olvida que su mandato fue decidido por el dictador Franco, tutor suyo desde que tenía 10 años y a quien juró sobre los santos evangelios lealtad, así como a los “principios fundamentales del movimiento nacional”, pasando incluso por encima de la figura de su padre Don Juan de Borbón, heredero de la corona según la dinámica habitual de la institución monárquica. La imagen del mediador se funde aquí en la del continuador, y no precisamente de la línea dinástica. En algún momento su majestad cometió perjurio: si no lo hizo cuando fue coronado lo hizo cuando sancionó el cambio político a un supuesto estado democrático y laico.

Pero la figura del rey no es solo un elemento simbólico o, como muchas veces se sostiene, una figura decorativa y neutral con respecto al ejercicio del gobierno. Tanto es así que a menudo se echa mano de la utilidad pragmática que tiene y ha tenido la corona como árbitro de los conflictos entre partidos e instituciones y garantía de estabilidad. Esta imagen de pacificador paternal se vio reforzada tras el golpe de estado del 23 de febrero de 1981, cuando los medios le atribuyeron el mérito de aplacar a las Fuerzas Armadas y evitar el retorno a un gobierno militar. No obstante existe todavía hoy mucha confusión al respecto, por cuanto han ido apareciendo nuevos testimonios sobre cuál habría sido su verdadero papel en este suceso, que parecía conocer de antemano y, según algunos de sus protagonistas, haber monitorizado como jefe de todos los ejércitos. Todo parece indicar que fue resultado de maniobras políticas como mínimo poco transparentes y en función de un cálculo que trataba de poner a prueba la fortaleza del joven sistema “democrático”. En definitiva, una forma despótica de manipular a la población y de dirigir los acontecimientos sin contar con ella.

Midas

Más allá de este hecho, la Constitución confiere al rey el poder de intervenir en la promulgación y sanción de las leyes y decretos aprobados por el poder legislativo, así como en el nombramiento y distinción de las altas instancias de los poderes ejecutivo y judicial. Los líderes políticos pasan por una ronda de consultas con el rey después de cada elección cuyo contenido no se hace público antes de formar gobierno. Y ante decisiones de emergencia, como la reciente aplicación del artículo 155 en Cataluña, la opinión de la casa real no solo es escuchada y respetada, sino directamente acatada en la práctica. Nadie se atreve todavía a romper lo que el Generalísimo dejó “atado y bien atado”. 

En este punto, resulta legítimo preguntarse si la injerencia del rey en los asuntos políticos no resulta más obstructiva que útil para el desarrollo natural de los procesos políticos y la conciliación de todos los españoles, si no crea más problemas de los que resuelve. Una de las razones que han impulsado los movimientos independentistas y le han aportado mejores argumentos es el rechazo a la monarquía y el deseo de constituirse de forma autónoma como república. Y este sentimiento no tiene denominación de origen catalana, sino que está calando cada vez con más fuerza en todos los españoles.

Al margen de lo simbólico y lo pragmático, se defiende a la monarquía también por su facultad para representar a España en foros internacionales y conversaciones con altos mandatarios mundiales, que incluyen la firma de contratos nacionales con grandes empresas españolas del IBEX, así como turbios negocios de blanqueo de dinero y cobro de tasas por la importación de productos básicos como el petróleo. Hay que reconocer que el rey ha representado de maravilla en España la corrupción institucional, justificándola desde su ejemplo: su vida de crápula, sus aventuras eróticas, el mal empleo del dinero público, su involucración en el caso NOOS, su compadreo con los tiranos má sanguinarios, su elusión de la justicia son ejemplos que han trascendido en los últimos años sacudiendo la institución monárquica incluso desde las revistas del corazón, y forzando a Juan Carlos I a abdicar precipitadamente en la persona de su hijo Felipe VI. El poder corrompe, y un poder sin trabas impide que se active ningún mecanismo institucional de control que lo impida. 

Colorín colorado

Llamar alguien rey es aceptar que los seres humanos no somos iguales ni ante Dios ni ante la Ley y justificarlo de facto. Su Majestad es la institucionalización y la exaltación de la desigualdad entre los hombres: donde hay reyes hay también nobles, títulos, distinciones y aforados. Su Majestad ostenta un poder obtenido por el uso de la violencia y mantenido mediante la capacidad de infundir terror e imponer su mandato. Su Majestad supone la abolición del contrato social en todas sus formas, al tiempo que la negación del conflicto entre clases. Su Majestad constata la minoría de edad del populacho y promulga el paternalismo déspota de los señoritos. Su Majestad es el Patriarcado, el Capital, la Guerra. 

Aún asumiendo que alguna vez el rey pudo ser una figura necesaria para asegurar el tránsito pacífico a régimen democrático, resulta claro que después de cuarenta años esa función se ha agotado. Si el rey quiere seguir siendo jefe de un estado democrático, el pueblo debe responder en referéndum dos preguntas muy sencillas que le han sido hurtadas durante todos estos años: si desea que la forma de organización política del estado sea una monarquía, y si desea que el monarca sea Borbón.

Es hora de que el pueblo español madure y asuma su mayoría de edad, relegando a los reyes al mundo de los cuentos, de donde también se les expulsará algún día: el de aquel rey que era malo y aprendió a ser bueno, el de aquel otro que era bueno y acabó siendo malo, el que convertía en oro todo cuanto tocaba, el que iba desnudo y nadie se atrevía a reconocerlo, el de los príncipes azules que evolucionan a partir de las ranas y las princesas anoréxicas encantadas.

“Había una vez un rey”.

Luis Navarro (CC – BY NC ND)

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