Entrevistas
Alejandro Civantos Urrutia
Entrevistamos a Alejandro Civantos Urrutia, investigador especializado en el libro libertario. Con él conversamos acerca de su obra Leer en rojo. Auge y caída del libro obrero (1917-1931), editado por la Fundación Anselmo Lorenzo en el año 2017; un libro imprescindible para entender la importancia que tuvo el libro anarquista y el papel primordial de la cultura libertaria en su momento de mayor auge
Pregunta. Si bien analizas en tu ensayo los quince años transcurridos entre 1917 y 1931, los intentos del movimiento anarquista de poner en pie una cultura obrera no parten en esos años sino que vienen de décadas atrás. ¿Cuáles serían los antecedentes de las publicaciones anarquistas y otras actividades dirigidas a construir esa cultura obrera?
La idea era radiografiar el libro anarquista en su periodo de mayor apogeo y también un poco historiar su muerte y transfiguración ya con la II República pero, desde luego, como comentas, este era sólo el final de un largo proceso que se remontaba a los orígenes mismos de la I Internacional. La más antigua colección de libros de genética proletaria la lanzó el periódico ácrata madrileño El Condenado en 1873: se llamaba Biblioteca de los Obreros y la dirigió Tomás González Morago, que fue quien organizó la famosa recepción en España a Giuseppe Fanelli, el enviado de Bakunin. Pero es posible que se remonten aún más, a los primeros lectores de origen obrero, desertores heroicos del analfabetismo, que, al acercarse a las publicaciones de su tiempo, descubrieron intuitivamente una lección elemental: que la cultura es un producto de clase y que la que había entonces sólo respondía a los intereses de la clase burguesa, que servía para legitimarla y para condenar a la inexistencia toda posible alternativa. De ahí que el movimiento obrero más consciente, que en España era indiscutiblemente el anarquista, decidiera que nunca podría haber una Revolución Social si seguían consumiendo la cultura del enemigo y de ahí fue de donde vino la extraordinaria explosión de escuelas obreras, luego racionalistas, de ateneos y bibliotecas libertarias, de compañías de teatro social amateur, la infinidad de cabeceras de prensa ácratas, las revistas sociales, los almanaques obreros, los folletos y todas aquellas muestras de cultura a la contra.
Aseguras en el preliminar de tu obra que actualmente los libros, periódicos, revistas, etc., cumplen un escaso papel en la formación de las personas y que, en cambio, en las primeras décadas del siglo XX un libro era mucho más que un libro, era la puerta del porvenir y el escalón que hacía posible estar en el mundo y entenderlo. ¿Consiguieron realmente los libros y otras publicaciones cumplir ese papel? ¿Por qué consideras que en la actualidad eso ya no es así, a pesar de la gran producción literaria –y de otras expresiones artísticas- que se produce?
Porque hoy el libro ocupa un papel ridículamente residual en la formación de las personas. No hace falta para nada. El capitalismo ya no lo necesita pues ha encontrado otras fórmulas para perpetuarse más cómodamente, para hacer que lo veamos como algo atractivo y chic, pero hasta mediados del s. XX el libro aún tenía ese aura, de la que hablaba Juan Carlos Rodríguez, que lo hacía útil al sistema, que valía para producir y reproducir la ideología de clase y hacer que acabaran naturalizándose las estructuras sociales de dominación. Hoy esto se hace de manera más sutil y eficaz a través de Instagram, sin necesidad de crear un Petrarca o un sistema de prebendas y prestigios para quien mejor defienda la ideología dominante. Yo lo que he investigado es un momento de la historia en el que el proletariado comprendió la función de “lo literario” en la lucha de clases y trató de disputarle ese terreno a la burguesía. No lo consiguió: a la vista está. Pero es por eso que digo que, para ellos, los libros eran más que libros, eran una fase revolucionaria de la Historia, la base, los cimientos de la Revolución. Después de su fracaso, el libro no ha vuelto a tener ese carácter ni esa ambición de ir más allá de nuestro propio ombligo para crear una idea de colectividad capaz de transformar el mundo. No, desde luego, hasta ese punto. Ha habido intentos de recuperarlo, como en la Transición, que es sobre lo que estoy trabajando ahora, pero no han tenido tanta envergadura como en aquel cambio de siglo donde, como digo, los libros habrían de ser la argamasa sobre la que se edificara un mundo nuevo.
Como afirmas en tu libro, el movimiento editorial ácrata de las primeras tres décadas del siglo XX se proponía hacer accesible la cultura a la clase obrera y crear las condiciones para su emancipación intelectual, como paso previo e innegociable para la revolución. Por ello apostó por la necesidad de crear una cultura propia, una cultura proletaria, un modelo cultural alternativo frente al modelo burgués. Y lo hizo mediante el material editado, que abarcaba desde el ensayo, la novela, la divulgación, el libro práctico, las actas sindicales o la poesía épica. ¿En qué esa cultura obrera influyó sobre las ideas de la clase obrera, en general, en un sentido revolucionario? ¿De esa cultura obrera se impregnaron solo los trabajadores y trabajadoras afines al mundo libertario o también de otros sectores ideológicos?
No es descabellado pensar que los más grandes logros del movimiento obrero español en aquel momento fueron el resultado de su competencia como clase social alternativa, y de la consciencia de su poder para subvertir el sistema, y creo, honestamente, que este tipo de publicaciones contribuyeron mucho a ello. Que el obrero se formara de manera autodidacta, sin tomar prestados los recursos del enemigo de clase, era ya en sí mismo revolucionario, pero aún lo era más que, gracias a ello, los obreros fueran capaces de dirigir sus propias luchas, prescindiendo de vanguardias políticas o de componendas de clase que tantas veces les habían defraudado. El funcionamiento de los Ateneos, las editoriales libertarias o las escuelas racionalistas es un buen ejemplo de ello, tanto como hitos proletarios del tipo de la Huelga de la Canadiense o las cooperativas obreras, pero no se hubieran producido estos sin aquellos. Y tan potente fue ese movimiento cultural que desbordó desde luego el mundo libertario. Algunos de sus herederos más notables se encuentran en la extrema izquierda burguesa, que recién nacía a finales de los años 20 y que se inspiró a más no poder en este tipo de experiencias editoriales, como muestra el boom del libro de avanzada.
Los anarquistas creían que la lectura constituía uno de los remedios más eficaces para combatir la ignorancia y estimular la emancipación social y cultural de la clase trabajadora. Sin embargo, en la sociedad española de comienzos del siglo XX, la mayoría de la población era analfabeta (en 1910, por ejemplo, casi el 60% de la población era analfabeta y, en el medio rural, más del 82%, como indicas en tu ensayo). ¿No es paradójico que, así las cosas, que en esos años se produzca un gran auge de editoriales y publicaciones ácratas y una creciente demanda de libros y revistas por parte de las clases más desfavorecidas?
No. No es en absoluto paradójico. De hecho, buena parte del predicamento que el anarquismo llegó a tener en España se debió a que ninguna otra doctrina social dio tanta importancia a la educación como ellos. Ante la desidia y el desprecio de las autoridades, fueron los propios trabajadores los encargados de alfabetizarse. El que no sabía leer aprendía con los folletos de El eco de Ravachol, Acracia o Biblioteca Salud y Fuerza; los que podían hacerlo leían a sus compañeros. Y aprendieron: creían en la cultura. Además, fue una experiencia totalmente autogestionada. Había publicaciones sobre zoología, botánica, aritmética o historia. La primera obra de Geografía Humana que se publicó en nuestro país, la impresionante El hombre y la tierra de Eliseo Reclús, apareció en una editorial anarquista, Publicaciones de la Escuela Moderna, hacia 1906. Estaban, o querían estar, al día de todo: neomalthusianismo, vegetarianismo, tecnología, ciencia, pensamiento. Fue una misión cultural que aún hoy emociona. Lo que resulta paradójico, ya que estamos, no fue aquello sino lo de ahora: un mundo obrero totalmente despersonalizado y atomizado, en el que, como decía Jesús Quintero, hasta tiene prestigio la incultura. Y que acaba votando a Vox. Esto sí que no hay quien lo entienda.
Además de su labor editorial, el movimiento anarquista siempre ha defendido la importancia de la educación pública y gratuita, laica, igualitaria y mixta. En esta dirección, ya en el siglo XIX, surge un movimiento de ateneos libertarios, que funcionan muy a menudo como escuelas de adultos. Al tiempo, se produjo una eclosión de centros de enseñanza puestos en marcha por sindicatos, ateneos y agrupaciones libertarias: las escuelas racionalistas, laicas y coeducadoras. Una apuesta por una escuela autónoma y al margen del Estado. Buen ejemplo de ello es la Escuela Moderna fundada por Francisco Ferrer Guardia. ¿En qué grado contribuyeron ateneos y escuelas racionalistas a la creación de esa cultura obrera necesaria para que prendiesen las ideas revolucionarias?
En el tema de la educación, la II República no se encontró un erial, como tantas veces se ha dicho. En un libro admirable, Las escuelas racionalistas en Cataluña, Pere Solá ha documentado más de 40 escuelas obreras sólo en el área metropolitana de Barcelona antes de 1931. En sitios como Poble Sec, Esplugues, Sants, Poble Nou, Santa Coloma, Guinardó. Y recoge testimonios de quienes estudiaron o enseñaron en esas escuelas promovidas por obreros de la industria textil, del ramo de la construcción o de sindicatos metalúrgicos. En Andalucía ocurrió un fenómeno similar y hasta los pueblos más aislados tenían su propia escuela racionalista. Díaz del Moral lo cuenta en su Historia de las agitaciones campesinas andaluzas. José Sánchez Rosa, un jornalero de Sevilla, llegó a ser una de las grandes figuras de la pedagogía racionalista mundial sin tener título académico alguno, a través de las numerosas escuelas que promovió en la baja Andalucía, y sobre todo de la escuela obrera que regentó durante casi 30 años en Sevilla, en la entonces deprimida zona de la Alameda de Hércules. Enseñaba a niños por las mañanas y adultos por las tardes. La mayor parte de aquellas escuelas tenían su propio servicio de publicaciones. Publicaciones de la Escuela Moderna quizá sea el mayor ejemplo. Editaron, además de El hombre y la tierra, la popular colección “Los grandes pensadores” y otros títulos señeros. Sánchez Rosa, por su parte, impulsó, como proyecto complementario a su escuela, la Biblioteca del Obrero, de la que salieron éxitos como Aritmética del Obrero o el Abogado del Obrero. Era un clamor. Los obreros se educaban a sí mismos porque el Estado los había abandonado. Como te decía antes, esa capacidad de autoorganizarse fue esencial para crear la conciencia de clase que convirtió al movimiento obrero en un verdadero contra-poder en aquellos años.
En las primeras décadas del siglo XX el movimiento obrero no tenía un perfil único. Y el asunto de la cultura obrera fue uno de los focos de fricción más notables entre marxistas (PSOE y PCE) y anarquistas. Mientras que la CNT daba la máxima importancia a esa cultura específicamente obrera, porque entendía que había que dar prioridad a la revolución intelectual sobre la revolución material, la ortodoxia marxista negaba la existencia de una cultura obrera. ¿Qué efectos e influencias tuvieron en el movimiento obrero estas diferentes visiones en términos culturales y políticos?
Bueno, una de las falacias históricas que más alegremente se le han endilgado al anarquismo es su carácter espontaneísta, una especie de insurreccionalismo reflejo. Para el común de los mortales los anarquistas son una caterva de terroristas irredentos, incapaces de entender la auténtica revolución y sus plazos, cuando en realidad se trata del único movimiento social de entonces que desarrolló una planificación revolucionaria a largo plazo. Los comunistas de aquel tiempo postergaban la cuestión cultural: lo importante para ellos era la conquista del poder político cuanto antes. Los socialistas, por su parte, siempre fueron vistos como la aristocracia obrera, porque el PSOE estaba lleno de tipógrafos y pequeños propietarios de talleres que no querían acabar con el sistema sino reformarlo o mejorarlo, si es que eso era posible, y por eso no creían que pudiera existir cultura diferente a la del establishment: sólo había que incorporar a ella a los obreros. Únicamente los anarquistas entendieron que la revolución sólo sería posible si el proletariado tenía la formación suficiente no ya para hacerla sino también para sostenerla en el tiempo. De ahí su interés por crear una cultura propia, al margen de la existente, que les permitiera la emancipación intelectual de la burguesía. Pero es que, además, y este también es otro tópico que habría que desmontar, los ácratas nunca fueron sectarios: leían lo mismo Bakunin y Kropotkin que Marx, Blanquí, Fourier o Voltaire. Creían en lo que yo he llamado en alguna ocasión “libertarismo de izquierdas”, una síntesis del pensamiento avanzado que supusiera una verdadera alternativa al modelo burgués, y quizá también, ingenuamente, creían en una cierta unidad de la izquierda. Por eso, los anarquistas eran los que mejor preparados estaban para la Revolución, como se vio en verano del 36, pero también los que menos entendieron su trasfondo de intrigas y deslealtades, como se vio en Mayo del 37.
Más allá de las publicaciones escritas y las actividades educadoras, el movimiento anarquista cultivó también las artes en sus diversas manifestaciones: música y canciones, teatro, pintura, escultura, cine… ¿Qué papel desempeñaron estas actividades artísticas en el objetivo de expandir una cultura obrera frente a la hegemonía de la cultura burguesa conservadora de la época?
Aquello fue una auténtica revolución cultural. Insisto en que hoy resulta difícil entenderlo, cuando se tiene por revolucionario un anuncio de Benetton o se considera cultura a los videojuegos. Cambiaron los tiempos, las formas, los modos, los creadores, los medios y los objetivos. A ese respecto hay un libro admirable de Lily Litvak que hace un recorrido por todo aquello: Musa Libertaria, que está editado por la FAL. Todo está ahí. Por destacar un único aspecto, yo hablaría de la lucha sistemática por hacer un arte que no deviniera en mercancía, un boicoteo rotundo a la dependencia económica del arte en la sociedad capitalista. Un esfuerzo denodado por hacer un arte realmente humano y asociado a la vida colectiva: todo un desafío al mercadeo burgués de la cultura. Y este es un melón que habrá que abrir en algún momento.
A principios de mayo de 1924, tras el golpe militar de Primo de Rivera, la dictadura que se instauró declaró ilegal a la CNT y clausuró sus locales. Lógicamente, se suspendió Solidaridad Obrera, así como la difusión de y folletos de tendencia anarquista. Además, se desmantelaron y subastaron imprentas y se detuvo a impresores y libreros. ¿Qué repercusiones tuvieron estas medidas represivas sobre la ingente labor cultural y educativa del movimiento anarquista desarrollada hasta entonces? ¿Cómo quedó el panorama del mundo editorial y educativo ácrata tras los ocho años de persecución por parte de la dictadura?
En realidad, el movimiento anarquista estaba muy acostumbrado a trabajar en la clandestinidad o a metamorfosearse cuando venían tiempos difíciles. Algunas editoriales no dejaron nunca de funcionar. A Biblioteca Generación Consciente le bastó con cambiar su nombre a Biblioteca Estudios y trasladar su sede de Alcoy a Valencia, pero siguió con el mismo tipo de publicaciones. A otras no les hizo falta ni eso, como a La Novela Ideal. Pero fueron en verdad excepciones: la represión de Primo de Rivera golpeó tal vez más con más saña que las anteriores porque se cebó en las manifestaciones culturales anarquistas entendiendo su carácter “culturalmente” subversivo. Fue la segunda gran diáspora de editores e impresores libertarios españoles a Sudamérica (la primera se había producido con los procesos de Montjuich). No obstante, lo más dramático fue que de esta caída, a diferencia de ocasiones anteriores, no se pudieron recuperar ya, porque en seguida los movimientos culturales republicanos de izquierda iban a robarles la cartera, por usar una expresión actual para definirlo.
En la segunda parte de tu ensayo te adentras en el fenómeno del libro popular republicano entre los años 1923 y 1936. La primera publicación de jóvenes estudiantes republicanos, El Estudiante, significó el primer paso para la configuración de la izquierda radical burguesa, en oposición a la burguesía tradicional. Una izquierda burguesa que se proponía integrar al intelectual en el movimiento obrero y reconstruir éste tras la dictadura, a pesar de que estos jóvenes intelectuales no tenían contacto con el mundo obrero. ¿Se puede decir que esas publicaciones y editoriales republicanas se proponían rellenar el hueco dejado, forzadamente, por las promovidas por el movimiento anarquista? ¿Surgieron, acaso, como contrapeso a la notable influencia ejercida por las publicaciones de ese movimiento hasta el golpe de Primo de Rivera? ¿O, simplemente, las revistas y libros editados por esos jóvenes republicanos sirvieron como plataforma política para llegar a las instituciones?
Tanto El Estudiante, impulsada por universitarios republicanos radicalizados, como su posterior versión mejorada, que fue la revista Posguerra, publicada en Madrid entre 1927 y 1928, fueron, sin duda, el primer intento por parte de la intelectualidad española por luchar contra la cultura como privilegio de clase. Y, en ese sentido, son esenciales en el proceso que ha venido a conocerse como “rehumanización” de nuestra literatura. Piensa que entonces aún se andaba a vueltas con aquello del “arte puro”, el álgebra superior de las metáforas y esas sandeces. Luego prolongaron la experiencia con editoriales como Ediciones Oriente e Historia Nueva. Su aportación fue clave para entender que una literatura que no mostrara -o denunciara- las injusticias sociales, se hacía cómplice de ellas. Y ahí anduvieron nombres luego tan olvidados como José Díaz Fernández, Joaquín Arderíus, Juan Andrade, José Antonio Balbontín, César Falcón o Rafael Giménez-Siles, sin los que no se podría entender la crisis de la monarquía y el advenimiento de la II República. No obstante, da la impresión de que también hubo algo de tramoya en aquella operación, porque el proletariado, a través de sus publicaciones, había conseguido crear un movimiento de socavación editorial -al que se había puesto fin forzadamente durante la dictadura de Primo de Rivera- que debía ser aprovechado y/o reorientado hacia el republicanismo, que era una forma de gobierno que en verdad a los anarquistas les traía sin cuidado. En ese sentido sí que, como dices, quisieron aprovechar las lecciones del movimiento editorial libertario para montar su propio movimiento -lo que se ha llamado “el libro de avanzada” frente al “libro de vanguardia”-, y con él alcanzar las instituciones, presentándose como la izquierda burguesa que aspiraba a representar políticamente a los trabajadores anarcosindicalistas. No les fue mal porque el Partido Republicano Radical Socialista, que fue donde acabaron casi todos, consiguió 56 diputados en las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931 y contó incluso con dos ministros en el gobierno.
Tras la Guerra Civil, los exiliados y exiliadas de la CNT, en Francia y otros países del mundo, crearon espacios de sociabilidad donde, además de luchar por la liberación de España de la dictadura franquista, llevaron a cabo una notable labor cultural y social con la creación de ateneos, bibliotecas, grupos artísticos, editoriales y revistas culturales. Una prolongación en otras tierras de la dinámica de los ateneos que tanta relevancia habían tenido en España en la configuración del movimiento ácrata. ¿Cómo valoras este empeño, tan propio de las personas ácratas, en no abandonar, pese a las dificultades de adaptación y económicas, a las distintas culturas, etc., esa actividad cultural y educativa allí donde se encuentren?
Como te comentaba antes, los anarquistas estaban acostumbrados a levantarse cada vez que los tumbaban. No era la primera vez que pasaba y a cada exilio, a cada destierro, se llevaban sus mismas ganas y su mismo entusiasmo por construir una cultura alternativa y buscar esos espacios de sociabilidad a la contra. El exilio tras la Guerra Civil no fue una excepción. Toulouse, por ejemplo, fue llamada la “ville rouge” pues acogió a más de 20.000 exiliados españoles, la mayor parte ácratas, que transformaron por completo el ambiente cultural de la ciudad con revistas como Tiempos Nuevos o Nuestra Bandera, editoriales como Cultura Obrera, Páginas Libres o Ediciones Ideas, grupos de teatro como Iberia y hasta una galería de arte, la de Antonio Alós, radicada en la ciudad, y empeñada en divulgar estas propuestas estéticas digamos contra-hegemónicas. La mayor parte de estas iniciativas se debían a gente con larga trayectoria en el mundo de la gestión cultural libertaria como Fernando Pintado, que había dirigido Prensa Roja en Madrid en 1923, y que impulsó Páginas Libres, o como la familia Montseny, que parecía estar detrás de Ediciones Ideas, que en su colección “Lecturas para la Juventud” reeditó buena parte del catálogo antiguo de La Novela Ideal, o incluso recuperó para ediciones Universo la interesante colección “El Mundo al Día”, que Federica Montseny había dirigido durante la II República. Su pasión era admirable y formaba parte de esa confianza ciega en la cultura como vehículo para transformar el mundo. Otros movimientos sociales o no la tuvieron nunca o la perdieron pronto.
En la actualidad, aunque ya no posee la fuerza e influencia que tuvo en las primeras décadas del siglo XX, el movimiento anarquista ha mantenido esa tradición de dar máxima importancia a las iniciativas de carácter cultural. Así, no faltan las pequeñas editoriales, las fundaciones, ateneos, bibliotecas, revistas y periódicos, etc. Además, las nuevas tecnologías y las redes sociales son herramientas, de la que hace cien años no se disponía, que facilitan la difusión de esa cultura alternativa. ¿Qué juicio te merece esta labor editorial e ideológica, escrita y en redes, para seguir la senda trazada por nuestros abuelos de crear una cultura popular que se enfrente a la que nos impone el capitalismo dominante?
Hoy lo que ocurre es que es más difícil que nunca subvertir el modelo. El capitalismo se nos ha infiltrado en vena de tal manera que hace que lo veamos como algo no sólo inevitable sino incluso francamente conveniente. Es terrible. Hay un nivel de narcisismo patológico, la población se ha atomizado de forma grotesca, se ha clientelizado y, consecuentemente, se ha perdido todo el sentido de lo colectivo, la ética del nosotros, y la capacidad de entender que sólo se puede transformar el mundo si transformamos lo que nos importa a todos y no sólo a ti o a mí. No obstante, te diría que no está todo perdido, hay resistencias, supervivencias y, una vez más, el anarquismo se sitúa en la vanguardia de este proceso. Como comentabas, las redes, si no se nos llenan de trolls, son métodos bastante asamblearios; el copyleft era otra práctica libertaria, lo mismo que las listas de correo, los intercambios, o los «paqueteros», que eran agentes de ventas fuera de los circuitos comerciales. Si a eso vamos, hasta los audiolibros, hoy tan en boga, responden a una técnica de acceso a la lectura que fue muy propia de la acracia a principios del s. XX. Y eso en el campo cultural porque también están, desde luego, los grupos de consumo sostenible, las prácticas de economía circular, las cooperativas autogestionadas, los núcleos de enseñanza no formal… Las prácticas anarquistas están hoy más presentes de lo que creemos. La historia ha demostrado muchas veces la, como se dice ahora, resiliencia del movimiento libertario, su capacidad para, con todo en contra, continuar utilizando la cultura como ariete contra este podrido mundo, confiando en su capacidad de transformar la realidad de manera rotunda y definitiva. Yo te diría, interviniendo un poco la vieja canción de la Motown, que para el anarquismo no hay montaña demasiado alta ni río lo suficientemente profundo.
Leer en rojo. Auge y caída del libro obrero (1917-1931), ha sido escrito por el investigador Alejandro Civantos Urrutia. Editado por la Fundación Anselmo Lorenzo. Lo podéis encontrar en nuestra librería.