“Los que han destruido España, que la reconstruyan”. Éstas son palabras del propio Franco en el preámbulo de la ley que creaba las Colonias Penitenciarias Militarizadas, el 7 de octubre de 1938, en plena Guerra Civil, aunque ya muy decantada hacia el lado del bando nacional. A partir de aquí empieza una larga noche de 40 años para la mayoría del pueblo español, que tuvo la desgracia de sufrir en ese tiempo un alzamiento militar fascista, una cruenta guerra y una represión posterior que prácticamente llegó hasta el día de la muerte en la cama del dictador.
Con el proceso de cambio de régimen político en 1978 empezarían a aflorar una serie de publicaciones que pretendían arrojar luz sobre uno de los episodios más largos, oscuros y desconocidos hasta ese momento de la historia reciente de este país. Una de las más interesantes por lo que nos narra es La gran trata de esclavos, de César Broto Villegas, militante anarcosindicalista desde 1925, cuando a los 11 años de edad se afilió a la Confederación Nacional del Trabajo en la localidad de Lleida, adonde se acababa de trasladar toda su familia desde la vecina Aragón. En él, el autor nos relata una serie de episodios vividos en primera persona, que van desde el desarrollo de la propia guerra hasta la posterior represión salvaje sobre todo aquel o aquella que tuviera algo que ver con el bando perdedor, haciendo especial hincapié en la no suficientemente conocida historia del trabajo esclavo por parte de la población reclusa que saturó cárceles y campos de concentración al término de la guerra y que en los años venideros reconstruiría con sus propias manos un país arrasado.
En esta reciente edición de la Fundación Anselmo Lorenzo y a lo largo de 400 páginas se rescatan, a través de testimonios de personas directamente involucradas en lo que se cuenta y de las vivencias del propio autor a lo largo de varias décadas, pasajes de un periodo de nuestra historia en el que se llevó a cabo la institucionalización del terror, la ignominia, el odio y la venganza más sádica ante cualquier persona sospechosa, no ya de haber pertenecido expresamente al bando perdedor, sino simplemente de no haber apoyado en su momento a los sublevados, dando rienda suelta a los peores instintos del ser humano.
Nuestro autor fue condenado al acabar la guerra a 15 años y un día de reclusión, siendo excarcelado en 1943. Posteriormente ejerció el cargo de Secretario Nacional de la CNT, de julio a octubre de 1945, hecho por el que fue condenado a 30 años de reclusión en un nuevo Consejo de Guerra celebrado en Alcalá de Henares. Totalizó más de 20 años de cárcel entre las dos condenas, pasando por presidios como la Modelo de Barcelona, la prisión de Lleida, Alcalá de Henares, Ocaña, El Dueso, Yeserías y San Miguel de los Reyes, hasta que fue excarcelado en 1.962. Fruto de esta larga trayectoria marcada por el trabajo militante en la clandestinidad, la persecución constante y la explotación, dan cuenta estas páginas que combaten contra la desmemoria, la buscada explícitamente por ciertos grupos sociales y la que provoca el paso del tiempo. Olvidos que nos impedirían conocer y transmitir a las generaciones sucesivas cómo se esclavizó de muy diferentes formas a todo un pueblo.
César Broto nos deja claro desde el principio que los datos esenciales en cuanto a cifras y fechas han sido extraídos de obras oficiales de la época, refrendadas por ministros de justicia y directores generales de prisiones en ese momento y por su propia experiencia en más de 20 años de encierro. Otros testimonios han sido recabados de compañeros que compartieron con él cárceles, presidios, campos de concentración, Batallones Disciplinarios o Destacamentos Penales por todo el estado.
“Un buen día los vencedores se dieron cuenta de que en la guerra el prisionero más precioso era el prisionero vivo. Desde entonces disminuyeron las masacres y se desarrolló la esclavitud”. Son palabras de Will Durant en su Historia de la civilización con las que comienza el capítulo I del libro y que nos sirven para comprender la mentalidad que desarrolló la dictadura franquista a partir de cierto momento de la posguerra y una vez habían sido asesinados en masa, tras una represión brutal, los elementos más peligrosos para la supervivencia del régimen. Según observadores internacionales, la cifra de prisioneros y prisioneras un año antes de que acabara la guerra oficialmente rondaba el medio millón. Ante este panorama, la llamada Redención de Penas por el Trabajo ideada por Franco y desarrollada por el jesuita Pérez del Pulgar, favoreció la utilización de la población reclusa para reconstruir un país que había sido arrasado y de esa manera levantarlo de nuevo desde las cenizas con mano de obra esclava y sin coste para el Estado.
El franquismo impuso desde el principio la obligatoriedad del trabajo esclavo para todos los presos, independientemente de cuál fuera su sexo o condición, excepción hecha de las personas enfermas y aquellas mayores de sesenta años. Aunque sobre el papel los prisioneros esclavos iban a ser tratados como “obreros libres” en materia de remuneración y seguros sociales, la realidad fue muy distinta, ya que en la mayoría de los casos la contraprestación no llegó a ir más allá de un poco de aire libre, una paga de 50 céntimos diarios, hambre y un trato degradante e inhumano. El Patronato Nacional de Redención de Penas por el Trabajo era el organismo que se encargaba de la recaudación, administración y distribución del dinero que pagaban las empresas que utilizaba a la población reclusa, por lo que esta institución amasó una gran fortuna que nunca repercutió sobre los presos y presas. Tanto es así que en los propios destacamentos, si las empresas querían estimular a los reclusos les ofrecían directamente gratificaciones por destajo o rendimiento, ya que se sabía que pagarlas a través del Patronato provocaría que no llegaran a los trabajadores. De hecho, muchas personas presas se salvarán de pasar hambre gracias a esto o a las ayudas periódicas que sus familias les brindaban.
Cinco años después de acabada la contienda y debido, entre otras causas, al cumplimiento de las condenas, a las fugas y a las defunciones, se produjo una importante escasez de presas y presos políticos para seguir con el proyecto de reconstrucción nacional. El franquismo, aunque nunca reconoció la existencia de presos políticos como tales, sino de condenados y condenadas por “delito de rebelión militar” o “condenados de guerra”, tuvo que echar mano de presos comunes para tal fin y concederles el “derecho al trabajo exterior”, según la jerga propia del régimen; hecho que repercutió negativamente en los trabajos por la falta de especialistas. Aun así, y según datos oficiales del régimen, en el año 1944 el 70% de los presos políticos de todo el Estado español formaba parte de algún Destacamento Penitenciario o Colonia Penitenciaria, lo que nos podría dar una cifra de 100.000 personas que estaban trabajando en condiciones de esclavitud en esos momentos.
Nunca se podrá saber con exactitud la cifra de víctimas de la barbarie franquista, pero el objetivo de los sublevados lo dejó claro el propio Franco en una entrevista en plena guerra, declarando que “para limpiar la patria habría que exterminar a dos millones de enemigos”. En 1940 un informe de Máximo Cuervo, el que sería director general de prisiones al año siguiente, constataba que 2.118.000 españoles y españolas (casi un 10% de la población) habían desfilado por las prisiones o por los campos de concentración. Prisiones como la de Lérida, en la que junto a César Broto había encerradas en 1939 otras 14.000 personas; un importante número de reclusos y reclusas que ocasionaba que en algunas ciudades y pueblos hubiera más gente dentro de la cárcel que fuera, “libres” en el municipio. Cárceles terribles en las que, como cuenta de primera mano nuestro autor: “Encerraban a 10 presos por celda, con unas medidas de ésta de 3 metros por 2,50. Por la noche, la mitad tenían que salir a dormir a los pasillos de la galería por ser materialmente imposible tendernos todos en el suelo de la celda. Recordaré a menudo la circular de la Dirección General de Prisiones en 1.943, que ordenaba que el recluso pudiera disponer de 40 centímetros de anchura, menos espacio del que ocuparemos en nuestra tumba”. Todo ello bajo el eslogan hipócrita que presidía todos y cada uno de los presidios del Estado en esos momentos:
“LA DISCIPLINA DE UN CUARTEL,
LA SERIEDAD DE UN BANCO,
LA CARIDAD DE UN CONVENTO”.
La mayor parte de los presos prefería salir a trabajar con los Destacamentos, a pesar de lo que ello implicaba, a cumplir condenas de larga duración dentro de las cárceles. La posibilidad de pasar buena parte del día al aire libre, el ventajoso régimen de visitas vis a vis con familiares y sobre todo las elevadas probabilidades de éxito en el caso de fuga, hicieron que coincidiera el interés de la población reclusa con el de la Dirección General de las cárceles y con las empresas constructoras que se beneficiaban del trabajo esclavo. Para hacernos una idea de esto último, en los primeros años de los Destacamentos de Lérida, según nos cuenta nuestro autor, se producían cada mes unos 20 intentos de evasión, muchos de los cuales llegaban a buen puerto. En un principio, esto no molestaba demasiado a las autoridades franquistas, que veían como el gran contingente de reserva de presos compensaba las bajas producidas en el sistema y no suponía mayor problema a la hora de encontrar nueva mano de obra esclava. Esto fue cambiando con el tiempo a medida que se fue reduciendo el número de presos políticos, lo que obligó a las autoridades a extremar las precauciones y a endurecer las represalias contra aquellos que se atrevieran a intentarlo, como fue el caso de César Broto, quien en el libro deja constancia de varios intentos de fuga a lo largo de su encierro.
Para el año 1945, la población reclusa del bando vencido había levantado buena parte de España de las ruinas de la guerra y de la dura posguerra a cambio de prácticamente nada. A la par, y gracias al trabajo esclavo, la recaudación correspondiente de organismos como el Patronato o la posterior Gestora del Trabajo Penitenciario fue tan enorme que, en palabras del Director General de Prisiones de la época (Ángel Sanz): “Con el trabajo penitenciario se ha subvenido a los gastos de toda la Administración de Justicia y de la propia Administración Penitenciaria”. Toda la organización de prisiones, patronatos, escuelas, Mutualidad de Funcionarios de Prisiones, etc. fue compensada con creces por los beneficios derivados de una organización esclavista del trabajo de reconstrucción de un país devastado, permitiendo a su vez el enriquecimiento personal de numerosos jefes, guardianes y oficiales del régimen, que aprovecharon para organizar todo un sistema de corruptelas en el que estaba a la orden del día la sustracción tanto de comida a las personas presas como de materiales de las obras proyectadas.
La mayoría de los presos políticos empleados en los Destacamentos eran obreros con experiencia profesional, especialistas, intelectuales, maestros, profesores, médicos… personas que en la mayoría de los casos contaban con una formación profesional y cultural superior a la que podían tener sus carceleros y verdugos, y que fueron exprimidos hasta la última gota por casi todas las grandes empresas de la época, que los solicitaban cada vez en mayor número a la vista del gran negocio que suponía el trabajo bajo esas condiciones infrahumanas.
En apenas 5 años desde el fin de la guerra, más allá de las obras faraónicas como la construcción del Valle de los Caídos, la Ciudad Militar del Caudillo, el Canal de Isabel II en Madrid o el desvío del cauce del río Guadalquivir para evitar las sucesivas inundaciones en la ciudad de Sevilla, las personas presas sujetas a este régimen de trabajo esclavo habían construido más de 20.000 viviendas, nuevas carreteras, pantanos, acequias, fortificaciones, canales, escuelas, prisiones, túneles, puentes (solo en Cataluña se construyeron o reconstruyeron de nuevo 1.400 puentes), minas, ferrocarriles, iglesias, hospitales, monumentos y hasta pueblos enteros.
La reducción de pena que iba aparejada al desempeño del trabajo esclavo de dos, tres y hasta cuatro días por día trabajado en algunos casos, no suponía mayor problema para el régimen, ya que las condenas emitidas por los jueces franquistas en su momento habían sido tan “generosas” en cuanto a duración se refiere que aun así seguían siendo largas respecto al supuesto delito que las había motivado. Y una vez que el recluso llegaba al final de su condena, con el Certificado de Libertad Condicional en su poder, y después de haber pagado con su salud y libertad durante largos años, ahí no acababa su periplo, ya que estas personas para la España de Franco nunca serían hombres y mujeres libres de pleno derecho.
El 22 de mayo de 1943 se creó el Servicio Nacional de Libertad Vigilada, teóricamente para ayudar al preso en su vuelta a la “libertad” a la hora de encontrar trabajo y normalizar de alguna manera su nueva vida fuera de la cárcel, aunque en la práctica significaba la vigilancia constante y la humillación del ex-preso a través de su presentación cada cierto tiempo ante las llamadas Juntas Locales de Libertad Vigilada, existentes por toda la geografía española y compuestas por representantes de las fuerzas represivas del estado. El paso por las cárceles franquistas suponía para las personas que habían sido reclusas una marca permanente difícil de olvidar y este tipo de organismos se encargaban de que así fuera, asegurándose de que quienes pasaban por las cárceles franquistas no se desviaran de la línea marcada por la dictadura una vez que se reintegraban a la vida en sociedad.
La importancia de libros como el que nos ocupa radica en el enorme valor de los testimonios que en él se recogen; testimonios que dejan constancia de episodios oscuros de nuestra historia en los que las autoridades del régimen franquista levantaron una estructura, perfectamente ideada y organizada, que bien podríamos definir como “nueva trata de esclavos”, que posibilitó que el trabajo esclavo de la población reclusa antifascista reconstruyera el país desde las ruinas en que se encontraba después de la guerra. Un sistema de trabajo que, al mismo tiempo que contribuía a los intereses de las grandes empresas que habían apoyado al franquismo, contribuía a disciplinar y humillar a los vencidos.
En definitiva, hablamos de una valiosa contribución de César Broto Villegas a la batalla contra el olvido y al reconocimiento de todas aquellas víctimas anónimas del poder y el autoritarismo; una obra que saca a la luz lo que fueron realmente los Batallones de trabajadores reclusos, las Colonias Penitenciarias Militarizadas o los Destacamentos de Regiones Devastadas. En definitiva, un libro imprescindible para no cerrar en falso nuestra tragedia.
Alfonso Molino