Cultura obrera En Cuba. La lectura colectiva en los talleres de tabaquería
Lily Litvak
Uno de
los episodios más inspiradores en la historia del proletariado
concierne directamente a la cultura. Se trata de la institución
de la lectura colectiva en los talleres de tabaquería cubanos.
Esta actividad floreció magníficamente y tuvo consecuencias
directas; ayudó a la difusión de conocimientos y al nacimiento
de la conciencia de clase, apoyó la causa obrera y la formación
de asociaciones, fue fundamental para la organización gremial
y la promoción de la prensa. Pero además de todos esos
resultados prácticos, la lectura colectiva demuestra uno de los
postulados básicos del anarquismo, que la lucha por el progreso
económico va unido a un apasionado deseo de mejora intelectual.
La
historia de esta institución, única en el mundo, es por
demás interesante. Empieza en 1839, fecha en la que llegó
a Cuba el viajero español Jacinto de Salas y Quiroga. En su amena
crónica, el visitante narra el recorrido por la isla y la impresión
que le causaron unos cafetales en la región de Artemisa o San
Marcos. Con espíritu alerta y dotes de observador, Salas y Quiroga
notó y lamentó «el estado de completa ignorancia
en que se mantenía a los esclavos». Al describir con minucia
una de las operaciones últimas del café, el escogido,
aporta una imagen de la habitación, «sumamente linda»,
larga, estrecha, cerrada con hermosos cristales y bastante elevada.
Estaba amueblada con una espaciosa mesa, alrededor de la cual los esclavos
escogían y separaban las diferentes clases de grano. Le llamó
la atención, a su entrada, el profundo silencio que allí
reinaba, «jamás interrumpido». Cerca de ochenta personas,
entre mujeres y hombres, hallábanse ocupados en aquella monótona
ocupación. La escena le inspiró la idea de que nada sería
más fácil y provechoso «que emplear aquellas horas
en ventaja de la educación moral de aquellos infelices seres.
El mismo que sin cesar los vigila podría leer en voz alta algún
libro compuesto al efecto, y al mismo tiempo que templase el fastidio
de aquellos desgraciados, les instruiría de alguna cosa que aliviase
su miseria» (1).
No se sabe
si estas tempranas ideas fueron directamente recogidas por el conocido
jurisconsulto Nicolás Azcárate. Pero es el caso que, este
político liberal cubano, volvería al tema en 1861, cuando
tenía a su cargo, en el Liceo de Guanabacoa, la primera tribuna
política del país. En una sesión se refirió
a la costumbre observada por ciertas órdenes de religiosos de
hacer que uno de sus miembros leyese en voz alta a la comunidad durante
la comida o cena en el refectorio. Tal práctica le había
llevado a pensar que algo similar debería ser instituido en las
cárceles, donde podría servir para regenerar y capacitar
a los reos.
Las ideas
de Azcárate se aplicaron y, poco tiempo después, la lectura
se implantó en las dos galeras (2)
del Arsenal del Apostadero en La Habana no durante el trabajo, sino
al término de las labores del día, hora en que se leía
a los presos reunidos varios textos de literatura moralizadora.
Fue en
las galeras de la cárcel donde se estableció la relación
directa con los tabaqueros. Por entonces, gran cantidad de cigarros
se elaboraban en cárceles, cuarteles, asilos y porterías
de casas. Muchos reos eran cigarreros, y por aquel trabajo recibían
algún jornal, retenido por la administración del penal,
y entregado al preso al cumplir su condena. Ese dinero servía
para engrosar un fondo destinado a la adquisición de los libros
para la lectura. Se sabe también que los prisioneros recibían
visitantes, muchos de ellos trabajadores del tabaco, que vivían
en el barrio de extramuros de Jesús María desde el establecimiento
de la entonces ya extinguida Real Fábrica de Tabacos de La Habana,
y la noticia de las lecturas en las galeras se fue divulgando entre
ese sector proletario.
Es interesante
conocer un poco el panorama. Hacia 1860, la industria tabaquera cubana
introducía mejoras en la elaboración y selección
de materia prima y, con sus excelentes productos, empezaba a adquirir
importancia transatlántica. Entre los artesanos especializados
comenzaban a difundirse ideas sobre asociaciones, y la idea de implantar
la lectura vino promovida activamente por una importante figura: Saturnino
Martínez. Este tabaquero, nacido en Asturias, había llegado
muy joven a Cuba, y adoptado el oficio de torcedor; residía en
Guanabacoa y era asiduo concurrente a las conferencias de Azcárate.
Era poeta y aficionado a la literatura, había logrado el nombramiento
de estacionario en la Biblioteca Pública de la Sociedad Económica
de Amigos del País, donde de noche trabajaba, leía y estudiaba
ávidamente, mientras de día torcía tabacos en el
taller de Partagás. Allí concibió la idea de implantar
la lectura en los talleres de tabaquería, pues consideraba que
esa actividad contribuiría a la unión y a elevar el nivel
moral e intelectual de los tabacaleros. Era un hombre liberal de tendencia
reformista, y creía que la lectura, «el ángel de
la sabiduría», les «ofrecerá la copa que endulce
las horas de la vida, al par que desarrolla la inteligencia, perfecciona
el corazón y suaviza las costumbres» (3).
Para sus
fines sociales, Saturnino Martínez, asociado con un grupo de
tabaqueros, creó un órgano de publicidad consagrado a
la propaganda entre la clase obrera. La Aurora, con el subtítulo
Un periódico semanal dedicado a los artesanos, apareció
al cabo de muchos esfuerzos, el domingo 22 de octubre de l865. (4)
Eran ocho páginas de pequeñas dimensiones. En la «Profesión
de fe» se afirmaba que «no hay fuerza posible para detener
las ideas de civilización y progreso», se ponderaba la
evolución de las ciencias y artes, y vislumbraba el restablecimiento
de los trabajadores en el rango «que injustamente se les negaba».
Para ello había que hermanarlos con los intelectuales, que eran
también obreros de la inteligencia. Se completaba el contenido
de la primera entrega con versos y artículos literarios.
Desde sus
primeros números, el semanario mostró preferencia por
asuntos literarios, alternando con ellos otras columnas de cuestiones
sociales. Martínez, además de dirigir, se hizo cargo de
la sección «El tabaco» (5).
Es digna de mención la colaboración de Jesús Márquez,
ingeniero mecánico, que dedicó muchos trabajos a la educación
de los obreros. Participaban también literatos como Joaquín
Lorenzo Luaces, Luis Victoriano Betancourt, José Fornaris, Antonio
Sellén, Fernando Urzais, Alfredo Torroella, Francisco Figueroa,
y una compañera, Ramona Pizarro, que contribuía con ensayos
y versos, y es la primera mujer que en la prensa cubana difundía
las aspiraciones de la clase trabajadora.
El periódico
fomentaba las agrupaciones de trabajadores en diversas barriadas, estimulaba
la formación de «sociedades de artesanos» e instituciones
de socorros mutuos, e incitaba a los obreros para que acudiesen a los
centros de enseñanza y a las bibliotecas públicas. La
Aurora influyó directamente en la apertura de la escuela para
artesanos dedicada a la instrucción primaria. Además,
gestionó y obtuvo que la Biblioteca de la Real Sociedad Económica
de Amigos del País cambiase el horario de sus salas de lectura
para hacerlas más accesibles a los trabajadores. Los resultados
de esta campaña no se hicieron esperar, en un artículo
se comenta: «La Biblioteca de la Sociedad Económica se
ve tan concurrida por los obreros que hacen falta sillas. Tengan misericordia
del bibliotecario porque si no, ¿qué será de él
con tanto sacar y meter libros en los estantes?, tendrá que alquilar
un caballito para andar allí, porque sus pies no resistirían
!Bien por los artesanos!» (6).
Corrió
a cargo de La Aurora la propaganda para la implantación de la
lectura colectiva en las tabaquerías, que se inició en
el taller El Fígaro el 7 de enero de 1866. El periódico
relata cómo puestos de acuerdo los trescientos torcedores que
en dicha fábrica trabajaban, convinieron en que uno de ellos
hiciera de lector, a cuyo efecto cada operario contribuiría con
su correspondiente cuota con el fin de resarcir el jornal que aquél
dejaba de percibir durante el tiempo que empleaba en leer en voz alta,
de modo que todos oyesen las obras seleccionadas mientras los restantes
compañeros realizaban su acostumbrada labor (7).
La posibilidad
de esta institución se debió, en gran parte, a las condiciones
de trabajo. Los torcedores se reunían en vastos salones, sentados
unos al lado de los otros, en grupos de cinco a nueve, ante mesas especiales
llamadas vapores. La labor, estrictamente manual, era monótona,
requería destreza manual y atención visual, pero dejaba
libre la mente. El silencio del salón, sin ruidos de maquinaria,
permitía la conversación entre los artesanos. La lectura
colectiva llegó casi como una necesidad laboral y vital.
La Aurora
describe una sesión:
Uno
de los jóvenes artesanos de ese taller, colocado en el centro
de aquella multitud de trabajadores cuyo número asciende a cerca
de doscientos, con voz sonora y clara anunció que iba a dar principio
a la lectura de una obra cuyas doctrinas tendían a encaminar
a los pueblos hacia un fin digno de las nobles aspiraciones de las clases
obreras de todo país civilizado. Y abriendo su volumen en folio
mayor, empezó a leer Las luchas del siglo. Es imposible ensalzar
como se merece la atención profunda con que fue oído durante
la media hora que por turno le correspondió leer; a cuyo término
otro joven de idénticas circunstancias tomó el mismo libro
y continuó la lectura otra media hora, y así sucesivamente
hasta las seis de la tarde, hora en que todos los obreros abandonaron
el taller, con el propósito de continuar al otro día en
la misma práctica, como sucedió y ha venido sucediendo
en los demás días de la semana (8).
La costumbre
se hizo habitual y, pronto, otros talleres se apresuraron a imitar a
El Fígaro. Jaime Partagás accedió de inmediato
a la lectura, alentando con frases de elogio a sus operarios. El sábado,
3 de febrero, se inauguró en su taller la primera tribuna levantada
en una tabaquería, «con su atril para que el libro no sea
molesto al lector» (9).
Se conmemoró el acto con un solemne discurso, respondido por
un tabaquero.
A continuación
se introdujo la lectura en otras tabaquerías; Prieto en San Antonio
de los Baños, Acosta, de Bejucal, La Intimidad, o Caruncho, la
Flor de Arriguanaga, La Flor de San Juan y Martínez, Cabañas.
La Pilarcito, H. Upmann, Las Tres Coronas, El Moro Muza, La Meridiana,
La Africana, El Rico Habano, El Taller de José Rabell. A los
cinco meses había quedado implantada no sólo en las fábricas
de primer orden, sino hasta en las tabaquerías de importancia
secundaria, numerosísimas en aquella época. Ciertas tabaquerías
permitieron la actividad a condición de que las obras fueran
sometidas a censura; en otras, en cambio, nadie intervenía en
la elección de los materiales. Inicialmente, la lectura se llevaba
a modo de turno, pero esta forma no prevaleció y, a menudo, el
cargo de lector vino a ocuparlo alguna persona dotada de voz clara y
pronunciación correcta. Hubo alguno, como Nicolás F. de
Rosas, que, sin exigir retribución, desempeñaba ese puesto
en la fábrica de Guanabacoa.
La nueva
institución era objeto de gran curiosidad y no era raro ver fuera
de la fábrica a algún nutrido grupo de gente que junto
a las ventanas escuchaba con atención la potente voz del lector.
Los muchos visitantes la comentaban muy favorablemente. William H. Steward,
secretario de Estado norteamericano, visitó el taller de Partagás
el 22 de enero de 1866, impresionándole la atención de
los obreros: «colocados en medio del océano de individuos
profundamente callados, el lector dejaba oír la eufonía
de su acento, que trasmitía suavemente al corazón de los
oyentes el aura evangelizadora de que está animada una de las
mejores obras de Fernández y González» (10).
Los periódicos
dedicaban noticias y artículos al tema, sobre todo La Aurora
y El Siglo que la alentaban, mientras otros, como El Diario de la Marina
y El Ajiaco, la atacaban ferozmente bajo el pretexto de que propagaba
el separatismo y la revolución. La potencia de esa actividad
era reconocida y temida por algunos empresarios que desencadenaron en
su contra una feroz campaña, prohibiéndose en algunas
fábricas, y por fin en toda la isla, a partir de un decreto de
la Capitanía General del 14 de mayo de l866. Se aducía
que, debido a esas lecturas públicas, las reuniones de artesanos
se convertían en círculos políticos, y que de los
periódicos se pasaba a libros sediciosos que alteraban la moral
y el orden público . Con la orden, quedaba prohibido «el
distraer a los operarios de las tabaquerías con toda clases de
lectura de libros y periódicos y de discusiones extrañas
al trabajo» y se alertaba a la constante vigilancia para impedir
esas actividades (11).
A finales del siglo xix, una nueva prohibición de la lectura
dictaminó que no se leyese en las galeras «ningún
trabajo subversivo» a la soberanía española. Sin
embargo, a pesar de esas prohibiciones, la lectura continuó,
y se extendió no sólo en otros sitios de Cuba, sino también
a las tabaquerías de Cayo Hueso, Nueva York y Tampa, donde algunos
caudillos y propagandistas revolucionarios desempeñaron el oficio
de lector. Esas palestras eran lugares óptimos para la propaganda
independentista. Con la instauración de la república en
1902, esa actividad calificada por Martí como «tribuna
avanzada de la libertad», continuó como catalizador en
el movimiento obrero.
Las listas
y referencias a los libros leídos son reveladores. Se sabe, por
ejemplo, que el primer libro leído en El Fígaro fue Las
luchas del siglo y que en el taller de Partagás se leyó
una Historia de la Revolución francesa, probablemente la Historia
de los girondinos, de Lamartine (12).
Eran cotizadas las novelas por entregas que planteaban problemas sentimentales
unidos a cuestionamientos sociales, por ejemplo, El rey del mundo, de
Fernández y González, y la famosa obra de Ayguals de Izco,
María, la hija del jornalero, un clásico de la cultura
libertaria. No faltaban los estudios más serios como la Economía
política, de Flores Estrada, escritor liberal, miembro de las
Cortes de Cádiz, declarado enemigo del absolutismo y partidario
de la independencia de las colonias. Los periódicos se revisaban
ávidamente. Se empezó con La Aurora, de tendencia liberal
y reformista, donde se discutían las ideas económicas
contemporáneas, opiniones científicas de revistas extranjeras
y artículos firmados por D. Felipe Poey, ensayos sobre organización
obrera y obras literarias de autores anónimos, obreros, artesanos,
menestrales, que aparecían en esa prensa con arbitraria puntuación,
ortografía vacilante, y gran conciencia proletaria.
A partir
de l888, a raíz de la huelga de fabricantes, las diversas tendencias
ideológicas dividieron a los torcedores y se señala una
escisión entre el frente anarquista y los obreros reformistas.
Destaca en ese momento la personalidad de Enrique Roig San Martín
(1843-89). De joven había alternado el trabajo en los ingenios
con las tabaquerías, y pronto ocupó un lugar importante
en la prensa, iniciándose en el Boletín del Gremio de
Obreros, de filiación anarcosindicalista. Discrepaba con Martínez
y las diferencias se acrecentaron a medida que iban ganando terreno
las ideas anarquistas, cuya prensa rivalizaba con el periódico
de Martínez, La Razón.
Este fue
el momento que aprovecharon los anarquistas para salir a la palestra
con su propio órgano de opinión, El Productor, «consagrado
a la defensa de los intereses económico-sociales» y «a
la regeneración de la clase obrera». Salió a la
luz el 12 de julio de 1887, apareciendo todos los jueves hasta1889,
cuando comenzó a salir dos veces por semana, jueves y domingos.
La dirección estaba en manos de Roig San Martín. A partir
del número 39, del 29 de marzo de 1888, el periódico llevó
el subtítulo de Organo oficial de la junta central de artesanos
de La Habana. Se componía de uno o varios artículos de
fondo, colaboraciones firmadas o con iniciales, cartas de corresponsales,
artículos de periódicos españoles y extranjeros,
una sección de notas y noticias, una titulada «Indirectas»
(13)
.
El periódico
era ávidamente buscado para la lectura colectiva, y por sus páginas
los torcedores conocieron La cuestión social, de Victor Drury,
Bases científicas de la anarquía, de Kropotkin, así
como su discurso de 1880 en Londres. Allí se reprodujo la «Carta
sobre el socialismo», dirigida a Lidio y firmadas por Palmiro,
seudónimo del anarquista español Adrián del Valle,
que se iban publicando a medida que se recibía El Productor de
Barcelona, donde aparecían originalmente. Se incluían
ensayos de Acracia, de Barcelona, de El Socialista, de Madrid, y traducciones
de La Révolte, y tenía una amplia redacción y conmemoración
de los Mártires de Chicago. Afirma José Rivero Muñiz
que la prensa proletaria difundía las ideas expuestas en el Segundo
Congreso de la Federación de los Trabajadores de la Región
Obrera Española, celebrado en Sevilla en septiembre de 1882 (14).
Se sabe que por entonces una serie de folletos sobre anarquismo escritos
por José Llunas, el director de La Tramontana, se distribuyeron
en Santiago de las Vegas y en La Habana.
Es importante
destacar la conexión existente entre los torcedores de Cuba y
los tabaqueros emigrados a Estados Unidos. Cayo Hueso, Nueva York y
Tampa fueron focos de actividad independentista y centros de ideas anarquistas
. Por allí pasaron activistas como Ramón Rivero y Rivero,
tabaquero y periodista, colaborador de Martí, que emigró
a Tampa, donde fundó Cuba y la Revista de la Florida, órgano
al servicio de la clase obrera. Interesa también el anarquista
catalán Adrián del Valle y Costa, colaborador de El Productor,
de Barcelona. Había llegado a Cuba en 1895, pero se había
hecho tan sospechoso a los españoles que tuvo que emigrar a Nueva
York, donde fundó El Rebelde y asumió la dirección
del importante periódico El Despertar, que apoyaba a los cubanos
separatistas. Al terminar la guerra regresó a Cuba y fundó
El Nuevo Ideal, defensor de las demandas de la clase obrera y la libertad
absoluta. Colaboró en Cuba y América, El Mundo, La Ultima
Hora, La Nación y dirigió El Audaz y Pro-Vida. Fue autor
de varias novelas de enfoque social.
A pesar
de las divisiones entre los diversos grupos obreros, la lectura colectiva
se mantuvo como institución obrera de los torcedores, y siguió
contribuyendo de manera eficaz al progreso del proletariado cubano,
estimulando la organización gremial, dando a conocer las noticias
revolucionarias y obreras. Sirvió de excelente vehículo
a la propaganda revolucionaria, que culminó con la independencia
de Cuba, y sobre todo contribuyó de manera eficaz en la propagación
de la cultura entre las masas laborales.
Tenemos
el testimonio directo de uno de aquellos lectores. Se trata del joven
Ramiro de Maeztu, que vivió en Cuba entre l89l y l894. Llegó
aún adolescente, y al deshacerse la fortuna paterna, pesó
azúcar, pintó chimeneas y paredes al sol, empujó
carros de masa cocida, cobró recibos por las calles de La Habana,
fue dependiente y desempeño mil oficios, entre ellos el de lector
en una fábrica de cigarros de La Habana. Era un momento de su
vida en que sintió simpatía por las ideas anarquistas
y rememora a Kropotkin en un artículo y en el contexto de la
lectura colectiva:
[...] era un príncipe verdadero, principal en todo. [
]
fuerte de cuerpo y de alma, valeroso, generoso, abnegado, austero, hospitalario,
[
] trabajó toda su vida en geografía y en historia,
y consagró su mayor entusiasmo a la propaganda de su ideal anarquista.
Se le metió en la cabeza desde joven que los hombres son naturalmente
buenos, y que es la opresión de la autoridad, y toda autoridad
se le antojó opresiva, lo que los deforma y hace malos. Es la
idea que antes que Kropotkin mantuvo Rousseau; pero a mí se me
figura que a Kropotkin se le debió ocurrir de propia meditación,
y que era, más que idea, sentimiento, porque como Kropotkin había
sido toda la vida bueno y recto, no creía que se pudiera ser
de otra manera; y cada vez que se tropezó con la maldad humana,
tuvo que atribuirla al maleficio de un tirano, y la tiranía la
atribuyó, a su vez, a un error que condujo a los hombres a nombrar
gobernantes y a aguantarlos.
Este
era tema que nunca se discutía, ni aún entre sus mejores
amigos, sin exaltarse y perder la cabeza. Dogma central, sobre esa piedra
levantaba su iglesia. Es el supuesto que hace posible los portentos
de riqueza y amor, cuya posibilidad nos descubre en La conquista del
pan, que ha sido el evangelio popular del último tercio del siglo
xix. Yo lo leí en un grupo de obreros asturianos y gallegos que
no sabían leer, en La Habana, hará unos veintiocho años,
y luego he sabido de cortijos andaluces y extremeños y de viviendas
obreras en varias capitales donde se leía hace veinte años,
a la luz de candiles de aceite, con la misma efusión con que
yo me había persuadido al leerlo de que bastaba «sacudirse
las cadenas» para verse transportado a la edad de oro en un paisaje
de hadas, maravillas y sueños (15).
Tan importante como esta declaración, y testimonio de la apasionante
relación entre el movimiento anarquista y la cultura, es la referente
al recibimiento entusiasta que tuvo la obra de Ibsen entre los obreros.
A propósito de ello, recuerda un sucedido en l893, mientras los
obreros torcían los cigarros en un salón de atmósfera
asfixiante, el cronista les leía durante cuatro horas diarias,
a veces libros de propaganda social, a veces dramas, a veces novelas,
a veces obras de filosofía y de divulgación científica.
Indica que «generalmente, los libros que se habían de leer
eran elegidos por un Comité de lectura, porque los tabaqueros,
no los patronos, pagaban directamente al lector lo que querían,
unos, cinco centavos; otros, un peso, al cobrar sus jornales los miércoles
y sábados». Un día, apenas comenzada la lectura,
observó que algunos oyentes dejaban el trabajo para escuchar
mejor, y a los pocos minutos no volvió a oírse ni el chasquido
de las chavetas al recortar las puntas del tabaco.
En las
dos horas que duró la lectura no se oyó ni una tos, ni
un crujido. Los cuatrocientos hombres que había en el salón
oyeron todo el tiempo con el aliento reprimido. Era en la Habana, en
pleno trópico, y el público se componía de negros,
de mulatos, de criollos, de españoles; muchos no sabían
ni leer siquiera; otros eran náñigos. ¿Qué
obra podía emocionar tan intensamente a aquellos hombres? Hedda
Gabler, el maravilloso drama de Ibsen. Durante dos horas vivieron aquellos
hombres la vida de aquella mujer demasiado enérgica para soportar
la respetabilidad y el aburrimiento, demasiado cobarde para aventurarse
a la bohemia y a la incertidumbre
nunca disfrutó Ibsen
en Cristianía de público más devoto y recogido
(16).
1.
Viajes de d. Jacinto de Salas y Quiroga. Isla de Cuba , tomo I, Madrid,
Boix, 1940, capitulo XXXII, 262-3.
Véase Ortiz, Fernando: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar,
La Habana, J. Montero, l940, 127 y Rivero Muñiz, José:
«La lectura en las tabaquerías», Revista de la Biblioteca
Nacional, (La Habana), 1951, Segunda serie, t. II, núm. 4, octubre-diciembre,
192.

2.
Las salas donde se tuercen los tabacos se llamaron, y siguen llamándose,
galeras, por alusión a la cárcel (las galeras del Apostamiento),
donde los presos solían llevar a cabo esta actividad.

3.
La Aurora, núm. 2l, ll marzo 1866.

4.
Subtitulado Periódico para artesanos. Redacción y admón.,
calle de la Reina, núm. 6. Suscripción: un real sencillo
la entrega.

5.
Firmaba con el nombre Camilo.

6.
La Aurora, 11 mayo 1866.

7.
«La lectura en los talleres», La Aurora, núm. 12,
7 enero 1866.

8.
Cit. por Rivero Muñiz: op. cit., 202.

9.
Portuondo, José Antonio: La Aurora y los comienzos de la prensa
y de la organización obrera en Cuba, La Habana, Imprenta Nacional
de Cuba, 1961, 104-5.
10.
La Aurora, 28 de febrero de 1866. Se trataba de El rey del mundo. Es
posible que debido al éxito de esta novela una fábrica
de cigarros tomara su nombre del título del libro.

11.
El Siglo, periódico liberal, mantenía una polémica
con el Diario de la Marina, fundado en l832, el más antiguo y
conservador de los periódicos cubanos, españolista y vocero
de la Iglesia, representó desde sus primeros tiempos los intereses
de los comerciantes españoles. La revolución cubana tuvo
en él su mayor enemigo.

12.
A ella se refiere una caricatura que salió con motivo de un ataque
a las lecturas colectivas en el semanario D. Juní Pero, mayo
6, l866.

13.Las
oficinas se encontraban ubicadas en Dragones 39, en el local del Círculo
de los Trabajadores. El Productor tuvo dos épocas, la primera
abarca desde su fundación hasta el 5 de septiembre de 1889; la
segunda, dirigido por Álvaro Allende, comprende desde el 7 de
septiembre de 1889 hasta el 23 de noviembre de 1890. Plasencia, Aleida:
Enrique Roig San Martín, La Habana, Consejo Nacional de Cultura,
1967.

14.Rivero
Muñiz, José: «Los orígenes de la prensa obrera
en Cuba», 79, Revista de la Biblioteca Nacional, núm. 1-4,
enero- dic, 1960, 1 77-8.Véase también Frank Fernández,
El anarquismo en Cuba, Madrid, Fundación Anselmo Lorenzo, 2000.

15.Maeztu,
Ramiro de: «Kropotkin», El Sol, (Madrid), 12 febrero, l921;
Autobiografía, Madrid, Editora Nacional, l962,168-171.

16.Ramiro
de Maeztu, «Recuerdos cubanos. A propósito de Juan José
en Londres», publicado inicialmente en La Correspondencia de España,
(Madrid),14 agosto, 1908, 59-60; Autobiografía, 81.