El
cristo nuevo
<<El
Cristo descendió de su cruz y dijo al creyente que oraba de rodillas
ante él:
–Hijo mío, sois unos imbéciles. Hace diecinueve
siglos que predije la paz, y la paz no se ha hecho. Predije el amor,
y continúa la guerra entre vosotros; abominé de los bienes
terrenos, y os afanáis por amontonar riquezas. Dije que todos
sois hermanos, y os tratáis como enemigos. Hay entre vosotros
tiranos y hay gentes que se dejan esclavizar. Los primeros son malvados;
los segundos, idiotas. Sin la pasividad de éstos, no existirían
aquéllos. Grande es la crueldad de los unos, mayor es la resignación
de los otros. ¿Por qué sufrir en silencio cuando se tiene
la fuerza del número… del derecho? No fue ese el espíritu
de mis predicaciones; vosotros, los republicanos de la religión,
las habéis falseado. Yo vi el origen del mal en la autoridad
y en su órgano el Estado, y por eso me
persiguieron. Desconocí el poder de los Césares, como
atentatorio a la libertad humana, y por eso perecí en la cruz.
Uno
de mis más amados discípulos, Ernesto Renán, ha
dicho que yo fui un anarquista. Si ser anarquista es ser partidario
del amor universal, destructor de todo poder, perseguidor de toda ley,
declaro que fui anarquista. No quiero que unos hombres gobiernen a otros
hombres; quiero que todos seáis iguales. No quiero que trabajen
unos y que otros, en la holganza, consuman lo producido; quiero que
trabajéis todos. No quiero que haya Estados, ni Códigos,
ni ejércitos, ni propiedad, ni familia; quiero que todos os tengáis
tan grande amor que no necesitéis, ni verdugos, ni jueces; que
miréis como hijos vuestros a todos los niños y como esposas
a todas las mujeres; que seáis una gran familia feliz, sana y
laboriosa.
¿Por
qué no lo hacéis así, hijos míos? ¿Por
qué sois tan malvados que os complacéis en destrozaros?
La tierra es grande y fecunda; los campos producen lo necesario para
que todos viváis; la mecánica ha llegado a tan maravilloso
grado de perfección que aplicando sus descubrimientos y los de
la higiene a las fábricas y las minas, el trabajo trocaríase
de penosa tarea en alegre entretenimiento. Entonces trabajaríais
todos, como todos hoy tenéis gusto en disfrutar de los placeres
de un deporte, y en tres horas de ese trabajo alegre y voluntario recibiríais
los múltiples menesteres de la vida social, que hoy reciben unos
cuantos. No habría entonces explotadores ni explotados, no habría
señores y vasallos, no habría monarcas y súbditos.
Con la propiedad desaparecería la sed de riqueza, el afán
de lucro, la eterna rivalidad entre los pueblos, el asesinato lento
en el taller insalubre de millones de hombres.
No
padecería la mujer, sin la autoridad del esposo, la tiranía
que al presente padece. No sería el amor fórmula hipócrita
sancionada por la Iglesia o por el Estado; sería pasión
espontánea y voluntaria. No sería esclavitud de la mujer
al hombre, porque tan libre y dueña de la tierra como aquél
sería ésta, y para nada tendría que preocuparse
del porvenir de los hijos; no cometería tampoco nadie la ligereza
de jurar amor eterno, como si el amor dependiese de la voluntad y de
él se pudiese responder libremente.
No
habría naciones diferentes; los ríos y las montañas
no servirían de barrera para que los hombres dejasen de ser hermanos;
los fronteras, que hoy separan los pueblos, no serían motivo
para que os hiciereis cruda guerra. Lo que hoy reputáis injusto
para unos y justo para otros, sería entonces igualmente dañoso
para todos. El asesinato sería un crimen, y lo sería también
la guerra; sería condenable la mentira de que usáis en
los tratos de pueblo a pueblo, tanto como hoy es aplaudida. La moral
sería la misma para todos, y no se alteraría su esencia
ni su forma con diversidad de razas y países.
No cometeríais la inhumanidad de encerrar al delincuente en una
prisión, como si con ello pudierais enmendar la falta que es
imputable a vosotros y no a él. Al desgraciado que realizase
un acto inmoral le trataríais como a un enfermo, y no agravaríais
su mal privándole de la libertad, don el más preciado
entre los hombres. Si desaparecieran las causas del crimen, ¿no
desaparecería el crimen? ¿Habría rapiñas
sin propiedad? ¿Habría celos sin el monopolio de la mujer?
¿Habría rencillas por el poder sin el poder?
Hijos
míos ¿por qué sois tan imbéciles? ¿Por
qué sois tan tiranos los unos y resignados corderos los otros?
Sacudid el yugo los que sufrís la tiranía; destruid la
opresión los que vivís esclavizados. Con vosotros, los
obreros, está la fuerza; vosotros sois el mayor número.
Si agonizáis en las fábricas es porque no tenéis
la entereza de saber vuestro derecho.
Levántate,
levántate, hijo mío. No es de los tiempos que corren la
oración, no es de esta época de lucha la resignación
mística. Me habéis injuriado gravemente; habéis
disfrazado mis doctrinas. No legitiméis con mi nombre la explotación.
Los que mantienen gobiernos y soldados no son mis discípulos.
¡Levántate y lucha!»
[El
Porvenir del Obrero, núm. 91, 8 de febrero de 1902, págs.
2-3]
J.
Martínez Ruiz