Por
una historia del anarquismo y la Revolución española
Díez
Torre, Alejandro R.: Orígenes del cambio regional. Un turno del
pueblo, vol. 1 Confederados Aragón 1900-1936, vol. 2 Solidarios,
Aragón 1936-1938, Madrid, UNED-Universidad de Zaragoza, 2003,
454 (vol. 1) y 594 (vol. 2) págs. Precio: 54,00 euros
Salvando
el pudor que me produce comentar un libro cuyo autor comienza por mostrarme
su agradecimiento, me atrevo a escribir estas páginas sobre el
que creo que es uno de los trabajos fundamentales sobre la historia
de la España del siglo XX, en especial sobre la coyuntura de
los años treinta y el conflicto que los cierra. No se trata de
una vacua alabanza al calor de la promoción de un nuevo libro
sobre un tema que ya ha generado, y lo sigue haciendo, una auténtica
catarata de publicaciones. Ciertamente las fuentes de la investigación,
más allá de cualquier erudición; la presentación,
contundente; el apoyo gráfico y las líneas de investigación
que nos informa la mera lectura del índice pondrían fácil
hacer un comentario al uso. Sin embargo, flaco favor me haría
y, sobre todo, se lo haría al libro si así lo hiciera.
Porque la obra de Alejandro R. Díez Torre Orígenes del
cambio regional. Un turno del pueblo, vol. 1 Confederados Aragón
1900-1936, vol. 2 Solidarios, Aragón 1936-1938 [Madrid, UNED-Universidad
de Zaragoza, 2003] marca un hito en estos estudios.
Quizás
una de las cuestiones más ocultadas, desvirtuadas y en la que
han coincidido historiadores, científicos sociales, políticos
e intelectuales de la más diversa laya, sea la de la revolución
social que siguió a la rebelión, en el verano de 1936,
de los grupos más reaccionarios de la sociedad y el ejército
español.
Los franquistas, para esconder el auténtico motivo de la rebelión;
los estatalistas, fueran socialistas, comunistas o republicanos, para
llevar el agua a su orilla y reducir el conflicto como un dilema entre
democracia y fascismo.
Aunque unos y otros coinciden en su desprecio por las capacidades constructivas
del pueblo y consideran que sólo es capaz de actuar como un torrente
desbordado que arrasa y destruye lo que encuentra a su paso. Algo así,
además, debemos tener los nacidos en las tierras que componen
el Estado español por nuestra tendencia a la guerra civil. Aunque,
¿qué guerra no lo es?
Además, fascistas y demócratas también se han unido
en el ninguneo de lo que, incluso, han llegado a llamar «historiografía
anarquista» en un intento de, como dice Díez Torre, crear
un enemigo, fuera o no real, al que maltratar con análisis críticos,
descalificaciones de falta de objetividad o utilización «científica»
de los datos. Todo con tal de que quedara el proceso revolucionario
sepultado bajo unas miles de paletadas más de tierra, tanta como
páginas escritas, que las que ocultan todavía los huesos
de otros tantos miles de personas que soñaron con un mundo mejor.
En cualquier caso, a todos ellos, en especial durante la década
de los setenta del siglo pasado, les interesaba librarse de indeseados
protagonistas e inclasificables actitudes para despejar el campo con
dos únicos adversarios: azules y rojos. El resto, aparte la «mayoría
silenciosa», eran los irresponsables, los incontrolados, los rojinegros
que luchaban contra todos y destrozaban todo; fuera el régimen
republicano o la sagrada propiedad privada.
Los demócratas le cargaban los excesos del periodo republicano
y los fascistas los hacían desaparecer, como por arte de magia,
para convertirlos en comunistas o en la «horda» que masacraba
a honrados capitalistas y santos sacerdotes y religiosos.
Pocas
veces se preguntaban cómo era posible que, de forma directa o
indirecta, tuvieran que salvar el escollo de la presencia anarquista
o, en un ejercicio de mayor rigor intelectual, hubieran de afrontar
la cuestión sin prejuicios y buscar la raíz de la cuestión
que no es otra sino cómo fue posible que un golpe de Estado reaccionario
provocara una respuesta revolucionaria que, no sólo fue capaz
de detenerlo sino, además, comenzó a construir una nueva
sociedad que, evidentemente, a menos que se crea en milagros, no podía
surgir de la
nada. ¿Cuáles habían sido esos principios?, ¿cómo
habían ido configurándose?, ¿quiénes eran
y de dónde procedían sus protagonistas?, ¿cómo
actuaron? Éstas y otras muchas preguntas más podrían
haberse hecho e intentado responder, aunque hubiera sido desde una perspectiva
conservadora o democrática. Sin embargo, si algo ha caracterizado
a las llamadas clases dirigentes españolas, políticas
y culturales, ha sido siempre su estrechez de miras, su perpetuo temor
a ser desbordados por cualquier cosa, pequeña o grande, que se
salga de sus, normalmente, estrechos horizontes.
¿Alguien
se imagina a la derecha española, con el presidente del consejo
de ministros Aznar a la cabeza, aceptando siquiera la bandera tricolor
de los demócratas españoles como el fascista Le Pen hace
en Francia con la tricolor de Marianne? Mucho menos se podría
pensar, no ya de la reacción, sino al menos de los demócratas,
de la izquierda española, que se atreviera a reivindicar el último
intento de cambio social que ha existido en la caduca y agotada vieja
Europa. Bien valen celebrar bicentenarios de la Revolución francesa
o incluso, nostálgicos recuerdos a la Revolución rusa
de 1917. Aunque, pensándolo bien quizás sea mejor así.
Indicaría que se sigue teniendo miedo a que en cualquier momento
pueda reaparecer ese enemigo que ahora se cree muerto, y bien muerto,
y al que, como dice el dicho, a moro muerto todos le alancean.
Pues
bien, esta situación, que por lo demás queda claramente
descrita en la introducción del segundo tomo del trabajo de Díez
Torre, es la que ha imperado hasta hoy para Aragón a pesar de
los esfuerzos realizados, algunos tan notables como los de Graham Kelsey
hace ya unos años, o más recientemente, de Hanneke Willemse.
Situación que se volvía más hiriente por cuanto
la región aragonesa había sido en donde mayor alcance
había tenido el proceso revolucionario. Ahora, veinte años
más tarde de iniciada la investigación, y casi siete de
su lectura como tesis doctoral, llega a las manos, es un decir por su
tamaño y peso, de quien esté interesado en conocer las
bambalinas aragonesas del acto histórico de mayor relevancia
en la península Ibérica durante el siglo pasado. Una de
las más importantes zonas, por extensión y número
de implicados, donde se desarrolló la revolución española.
Y eso que los dos volúmenes han dejado fuera, para una próxima,
esperemos, publicación de gran parte del material correspondiente
al desarrollo colectivista y la intervención de los comunistas
en la oclusión del proceso revolucionario.
Pero
este libro no es sólo una mira atrás sino que cualquier
lector avisado, y con seguridad los que lo lean lo son, podrá
extraer sabrosas conclusiones y entender mucho mejor algunos de los
problemas de más acuciante actualidad de la piel de toro. Baste
pensar en las cuestiones de las autonomías o del agua. Aunque
para llegar a ello los lectores deberán efectuar un largo camino
de mil páginas, Además, no es un libro fácil. No
sólo por la erudición que despliegan las notas, los aportes
gráficos, las propias reflexiones del autor, sino también
por su propia estructura gramatical. Más barroca que un retablo
de una iglesia sevillana y tan conceptualista como la poesía
de Góngora. Sin embargo, este hecho que, en la mayoría
de los casos, sería considerado como una rémora, en éste
no lo es. Cierto es que es difícil. Pero también lo es
sintetizar en unas páginas, en cientos de miles de caracteres,
seguramente cercanos al millón en este caso, el trabajo de décadas.
Algo que choca con una sociedad donde el esfuerzo está penalizado;
en la que la sustitución del hombre por las máquinas no
ha supuesto la liberación o la mayor capacidad del primero sino,
por el contrario, el aumento de su debilidad e incapacidad. Advertido
queda el lector: para leer este libro se requiere esfuerzo, voluntad
y deseos de aprender. Aunque los resultados son, finalmente, satisfactorios
por la cantidad de información, sugerencias que nos despierta
y caminos que nos abren la lectura de estas densas centenares de páginas.
Quizás
entre los muchos ejemplos que se podrían escoger uno de los más
llamativos es su tratamiento de la presencia del regionalismo en el
origen y la articulación del proceso revolucionario aragonés.
Más allá del sentido que se le da hoy día, de mera
descentralización administrativa, de refugio de políticos
fracasados, de cotos privados en el más rancio sentido caciquil
o de añoranzas reaccionarias nacionalistas de distinto ámbito,
pero igual condición reaccionaria, que la española imperante.
Por el contrario, Alejandro R. Díez Torre nos presenta a unos
grupos, de diversa composición ideológica y clasista,
en muchas ocasiones sin vinculación nacional que se estructuran
en organizaciones que, al menos hoy, se nos aparecerían como
atípicas. Como el propio anarcosindicalismo cuyas ideas estuvieron
presentes en el pensamiento de los autonomistas anteriores al verano
de 1936, como las de Joaquín Costa, y fue el impulsor del primer
Consejo de Defensa de Aragón y, después, en el Consejo
de Aragón hasta su disolución manu militari en el verano
de 1937. Un proceso autónomo de importancia tal que sus propias
vicisitudes, y final desaparición, estuvieron presentes en que
una vez movilizado el frente aragonés, hasta entonces inactivo,
cayera como un castillo de naipes. La represión del otoño
de 1937 contra los libertarios fue el anuncio de la caída de
más de un extenso frente en apenas unas semanas.
Teniendo
en cuenta esta ejemplo y otros tales como los diversos contenidos del
proceso revolucionario, su difícil relación con los órganos
nacionales de la CNT, si algo queda claro, después de la lectura
de estos volúmenes, es la complejidad del anarquismo español.
De su importancia en la vida social y política del primer tercio
español que le puso en disposición de ser capaz de reconducir
la oposición a la sublevación militar hacia el derrumbe
del clientelismo político y la construcción de un nuevo
Aragón libre. Muy distinto tanto del que quedaba atrás,
fuera el periodo monárquico o republicano, como, por supuesto,
del que pretendían los rebeldes. Una alternativa social que aunque
cuajó durante los años treinta tenía ya un largo
recorrido cuyos caracteres más destacados eran su autonomía
cultural y sociológica y su capacidad para integrar a los opositores
de la vieja política y al fuertemente implantado caciquismo.
De esta forma grupos de republicanos, de seguidores de Costa y, en general,
de pertenecientes a las colectividades permanentemente excluidas del
mundo que se derrumbó durante el verano de 1936. Un movimiento
que, durante la década de los treinta, sostuvo una tradición
anti-centralista, anti-política y anti-capitalista que se sumó
a las expectativas regionalistas aparecidas durante los años
anteriores. Un modelo de trabajo que, más allá de la contundencia
del estudio sobre Aragón, abre nuevas expectativas para su aplicación
en otras zonas de la Península. No para estimular el autonomismo
estatalizante, sino para resaltar la presencia de los principios federales,
confederales y solidarios de las comarcas ibéricas.
Todavía
hoy está presente la débil, «traumático proceso»
en palabras del autor, articulación del Estado-Nación
español que no llegó ni a articular una identidad común
ni a integrar a las distintas autonomías en un territorio capaz
de acoger las aspiraciones regionales. No es, por tanto, extraño
que el autor, como él mismo ha declarado, comenzara su trabajo
en el marco de los agitados debates estatutarios de la segunda mitad
de la década de los setenta. Cuando, tras la desaparición
del Dictador, se configuró el actual marco político y
administrativo del actual régimen monárquico. Sin embargo,
en un empeño a contracorriente en las tendencias predominantes
de aquellos años, Díez Torre se fijó en uno de
los grupos, los anarquistas, que tenían una visión particular
sobre esta cuestión y que en la España de la preguerra
habían tenido un papel fundamental.
No
era una posición fácil. No lo hacía la pervivencia
de la dictadura en una sociedad criada a su imagen y semejanza durante
casi cuatro largas décadas, la renuncia de un amplio sector de
las fuerzas de oposición a arbitrar una solución «rupturista»
y, sobre todo para el campo que nos ocupa, la decisión de patrocinar
una amnesia colectiva, una práctica tabula rasa, sobre todo aquello
que pudiera poner en cuestión el camino marcado para realizar
lo que se ha llamado modélica transición española.
No fue de extrañar que mientras símbolos, instituciones,
políticos, policías, jueces, militares franquistas seguían
ejerciendo en sus puestos, ahora como demócratas, algunos de
«toda la vida», grupos, personas y planteamientos sociales
fueran cuando no dados por muertos, ninguneados, perseguidos y desprestigiados
hasta los límites necesarios. De lo que ocurrió con el
anarquismo en el campo de las ciencias sociales ya se ha dicho algo
y más lo hace y lo desmenuza el autor en su trabajo. La falta
de ética de muchos de los llamados científicos ha provocado
que casi treinta años más tarde todavía estemos
prácticamente en mantillas respecto al conocimiento del anarquismo
ibérico. Algo fundamental e inexcusable para el conocimiento
del siglo XX peninsular. Por ello, estos volúmenes no se quedan
en un enorme valor, en todos los sentidos, sino que sirven de modelo
y referente para los trabajos que, a partir de ahora, se realicen sobre
la primera mitad del siglo XX en España.
De ahora en adelante difícilmente podrá hablarse del anarquismo
ibérico como de un movimiento milenarista o como algo exótico
o peculiar que tuvo un negro protagonismo en la violencia de un conflicto
civil.
La
tesis de Díez Torre es que en Aragón, una región
en la que durante el siglo XX tuvieron lugar procesos de modernización
de desigual ritmo, se fue generando una sociedad cercenada en dos culturas:
una modernizadora, con importantes aportes costistas, y otra conservadora,
que se negaba a asumir el costo de las perspectivas de cambio social
que, en mayor o menor grado, por lo demás, se estaban produciendo
de todas formas. En esta dinámica se fue generando un movimiento
que terminó encontrando en los planteamientos sociales, de administración,
de modos culturales y educativos anarquistas los elementos que le dotaron
de independencia y consistencia durante las tres primeras décadas
del siglo. Hasta incluso integrar, durante los años veinte, a
sectores de otros grupos que también buscaban otras. Fue el movimiento
que se enfrentó durante los años treinta a la actitud
del régimen republicano de reeditar las viejas soluciones centralistas
y de orden público de la monarquía. El uso de este recurso
fue una expresión de su fracaso en articular la «nación
republicana». Una lucha que, en medio de la crisis social y económica
de los años treinta, no sólo originó su derrota,
sino, por el contrario, su afirmación como alternativa social
en las más diversas comarcas y ciudades de la región.
Hasta el punto de convertirse en una alternativa al cada vez más
desprestigiado régimen republicano.
Los
episodios más conflictivos de los años de la Segunda República,
tales como los de diciembre de 1933, pueden, así, considerarse
anticipaciones de lo que sería la sociedad revolucionaria de
tres años más tarde. El momento clave fue la rebelión
militar del verano de 1936. Su fracaso, como en otras regiones, provocó
la división territorial y la redefinición de la zona en
la que fracasó. Una coyuntura en la que además intervinieron
otros factores como la presencia miliciana catalana en la recuperación
de espacios o el derrumbe del sistema clientelar vigente. Por tanto,
fue en este momento cuando emergió una sociedad nueva que se
mostraba tan enemiga de los sublevados como del regreso a la situación
anterior a la rebelión. A la vez que comenzó a funcionar
un órgano regional, un segundo poder, que pretendió encauzar
su construcción mediante orientaciones libertarias, costistas,
federalistas y regionalistas. De Confederados pasaban a ser Solidarios.
Primero con el Consejo de Defensa de Aragón, después con
el Consejo de Aragón que incorporó decididamente las aspiraciones
autonomistas aragonesas tanto frente a la Generalitat catalana como
al Estado republicano central. En propios términos del autor,
era el «turno del pueblo» que, impulsado ante todo por los
libertarios, se desarrolló en medio de las tensiones entre el
órgano autonomista y los organismos centrales, los requerimientos
del frente y las propias carencias de las consejerías del Consejo.
Finalmente,
el proceso fue interrumpido, primero, por la implantación en
el verano de 1937 del orden central y, después, la derrota militar
en 1938. Para Díez Torre, la disolución del Consejo en
agosto de 1937 redujo las posibilidades de supervivencia del Estado
republicano en Aragón. La ocupación no sólo no
fue capaz de limitar las exclusiones sociales o las penurias económicas,
sino que, por el contrario, permitió la reaparición de
las manifestaciones del viejo orden como la represión de los
cenetistas o el retorno del caciquismo local. Aunque, incluso en esta
situación, el colectivismo siguió mostrando su fuerza
mientras no acabaron de cuajar los intentos de organizar una sociedad
vinculada al gobierno republicano sobre la base de programas de burocratización
agraria, control sindical y subordinación militar. Una situación
de colapso que precedió al derrumbe militar republicano en la
primavera de 1938.
Los
dos volúmenes no han sido capaces de acoger todo el trabajo que
realizó Díez Torre para su tesis. El camino que recorre
es tan detallado, tanto en el texto como en las notas, que han quedado
fuera de la edición muchas páginas referidas al proceso
colectivista y a la intervención de las tropas del Ejército
Popular bajo dirección comunista. Terminarán por cerrar
el círculo abierto con esta primera aportación. De esta
forma la historiografía española habrá dado un
avance de gigante en el conocimiento de unos acontecimientos que en
cualquier sociedad de las llamadas civilizadas, a pesar de los negros
tiempos que corren, habrían sido incorporados a su acervo.
En
definitiva, se trata de un libro de inexcusable lectura para todos aquellos
que quieran conocer unos acontecimientos fundamentales para la historia
reciente de la Península. El resultado de un ímprobo trabajo
que, aunque ha tardado más de lo debido en llegar a la luz pública,
no defrauda las expectativas levantadas. Ahora hay que esperar que aquellos
aspectos que, como se ha dicho, no han sido incluidos en estos dos volúmenes
no se hagan esperar tanto.
José
Luis Gutiérrez Molina