El
apoyo mutuo: (un factor de la evolución)
P.Kropotkin
Kropotkin,
P.: El apoyo mutuo: (un factor de la evolución) introducción
de Ángel J. Cappelletti, Móstoles, Madre Tierra, 1989,
237 págs.
Cuentan
que una noche de invierno, en Turín, el viejo Nietzsche, de vuelta
a casa, contempló cómo un cochero, borracho, golpeaba
brutalmente al caballo con el látigo. Nietzsche se abrazó
al cuello del caballo, llorando, sobrecogido ante el misterioso absurdo
de la materia que sufre.
¿Es
esto lo que nos diferencia de los animales, la conciencia del sufrir,
del existir? Ésta y otras cuestiones de índole similar
se nos vienen a la mente al concluir la lectura de El apoyo mutuo.
Kropotkin
nos va mostrando, en los dos primeros capítulos, dedicados al
mundo animal, cómo en la evolución habida a lo largo de
mucho milenios, las especies que han sobrevivido, que se han hecho más
fuertes y han desempeñado mejor sus funciones vitales esenciales:
alimentación, reproducción, cuidado de las crías...,
han sido aquéllas que han ejercido con mayor sentido la ayuda
mutua, el apoyo mutuo, frente a la idea darwiniana de selección
a través de la lucha por la existencia, de la autoafirmación
individual, y de la derrota y muerte de los más débiles.
Aun cuando
ya en la introducción Kropotkin se cura en salud y dice que:
«[...] quizás se me objetará que en este libro tanto
los hombres como los animales están representados desde un punto
de vista demasiado favorable: que sus cualidades sociales son destacadas
en exceso, mientras que sus inclinaciones antisociales, de afirmación
de sí mismos, apenas están marcadas [...]», lo cierto
es que a lo largo del resto de la obra, los otros seis capítulos,
se dedica a mostrarnos cómo en la Historia de la Humanidad, la
cooperación ha sido más y mejor que la lucha. Y así,
van desfilando ante nosotros las tribus salvajes, la comunas territoriales
aldeanas de los bárbaros, las guildas y gremios, hasta llegar
al maravilloso mundo de la convivencia que fue la ciudad medieval.
Efectivamente,
como nos narra Kropotkin con vigoroso entusiasmo «[...] con unanimidad
que nos parece ahora casi incomprensible, las poblaciones urbanas, hasta
los burgos más pequeños, comenzaron a sacudir el yugo
de sus señores temporales y espirituales. La villa fortificada
se rebeló contra el castillo del señor feudal: primero
discutió su autoridad, luego atacó el castillo y finalmente
lo destruyó». Este movimiento asombroso, paradigmático,
se inicia con el fin del primer milenio y llega hasta los umbrales del
Renacimiento. En estos quinientos años «[...] en cualquier
parte donde los hombres encontraban cierta protección tras los
muros de la ciudad, ingresaban en hermandades y amistades unidas por
un sentimiento común, e iban atrevidamente al encuentro de una
nueva vida de ayuda mutua y de libertad». Europa se cubrió
de edificios hermosos, aparecieron artes y oficios absolutamente nuevos,
se instituyeron las elecciones libres de los jueces que habían
de solventar los conflictos, en vez de acudir a la antigua venganza,
y, sobre todo, se crearon las asambleas populares para decidir en cuantos
asuntos tuviesen que ver en la vida comunal y en el bienestar de los
vecinos.
Cómo
de este mundo idílico y rusoniano, pero real, se pasó
a partir del siglo xvi, a este otro del «homo homini lupus»,
del Estado más absoluto cada vez, en el que no somos los dueños
independientes de nuestras vidas y nuestros destinos, en el que nos
damos cuenta de que somos piezas del engranaje de una maquinaria burocrática
y de que nuestros pensamientos, sentimientos, opiniones y gustos los
manipulan el gobierno, los industriales y los medios de comunicación
que ellos controlan, a este mundo en el que el progreso sigue limitado
a los países ricos y en el que el abismo entre países
ricos y países pobres se agranda, a este mundo, en fin, en que
el desarrollo técnico ha creado peligros ecológicos y
de guerra nuclear, cómo hemos llegado a esto, decimos, Kropotkin
no nos lo explica con la misma minuciosidad y el mismo aliento que el
proceso creador de vida, de progreso y de esperanza en el que aparecieron
las ciudades libres medievales. Más bien, en los dos últimos
capítulos, intenta animarnos y animarse, sin conseguirlo más
que muy precariamente, con la enumeración de una cierta cantidad
de instituciones y de actividades de ayuda mutua que han sobrevivido
al naufragio universal.
Volvemos
al comienzo de esta reseña y, para ir concluyéndola, nos
planteamos dos interrogantes que nos propone la lectura de este libro
apasionante: Primera, si animales y hombres han seguido caminos parejos
de asociaciones cooperantes y de ayuda mutua para el progreso de las
especies, para la supervivencia, la alimentación y la reproducción,
¿cuál es la diferencia entre el mundo animal y el humano,
además de ese dolorido caballo no-consciente que conmovió
a Nietzsche? Así a bote pronto, se nos ocurre ésta no
demasiado halagadora, que podría ser el origen de este descarrío:
el hombre se separa del campo universal, de la patria común del
apoyo mutuo, y crea este descomunal monumento a la violencia, a la injusticia,
a la insolidaridad y a la muerte, que ha sido el siglo xx, por la ambición.
Y el resultado, triste resultado, sería que el prototipo de la
Humanidad vendría a ser Lady Macbeth.
Y segunda,
mucho más esencial: ¿qué podremos esperar del futuro?;
este siglo que comienza, este milenio, ¿traerá consigo
nuevos cauces para la libertad, la justicia, el amor? ¿Serán,
por el contrario, una aceleración progresiva, una continua ampliación
de la autoafirmación individual, de la lucha del tener suplantando
al ser, del narcisismo egoísta, de la ambición, de los
abusos del poder, del instinto necrófilo, de la muerte y de lo
muerto? La respuesta es una opción personal: no dejemos la cuestión
en manos de los auríspices del Capitolio. Elijamos nosotros.
Parafraseando a Proudhon, comprobemos sin cesar nuestras observaciones,
ordenemos nuestras ideas, hagamos escrupulosamente nuestros análisis,
nuestras conclusiones; seamos sobrios en conjeturas, desconfiemos de
probabilidades y, más aún, de autoridades; no creamos
a nadie bajo palabra, y utilicemos el ideal como un medio de construcción
científica y de comprobación. Y, sobre todo, con el propio
Kropotkin, demos sin contar, demos más de lo que pensamos recibir.
Sebastián
Clavijo