Vigilar
y castigar
Michel Foucault
Foucault,
Michel: Vigilar y castigar, Siglo Veintiuno de España.
1.ª Edición en francés. 1975.
2.ª Edición en castellano. 1976.
En estos
meses anteriores, y por motivos diversos, los temas penitenciarios han
vuelto a ponerse de actualidad, entre nosotros al menos. Puede ser ésta
una muy buena ocasión para pararnos a reflexionar con algún
detenimiento sobre el hecho carcelario y puede servirnos de punto de
partida el excelente libro que aquí comentamos hoy.
«El
2 de marzo de 1757, Damiens fue condenado a pública retractación
ante la puerta principal de la iglesia de París, adonde debía
ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un velón
encendido de dos libras de peso en la mano; después, en dicha
carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso allí
levantado, le serán atenaceadas tetillas, brazos, muslos y pantorrillas,
y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con el que cometió
el parricidio (por ser contra el rey, al cual se equiparaba al padre),
quemada con fuego de azufre; y sobre las partes atenaceadas se le verterá
plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiendo, cera y azufre
fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado
por cuatro caballos y su tronco y miembros consumidos por el fuego.
«(Hubieron
de colocar seis caballos porque con cuatro no podían, y aún
así, fue forzoso cortarle los nervios al desdichado, y romperle
las coyunturas a hachazos
)»
Así
comienza Foucault su libro. Cómo, en los 80 ó 100 años
siguientes se van a ir definiendo las penas como correctivas y se van
a modular los castigos de acuerdo no ya con los delitos, sino con los
individuos culpables, es cosa que el autor nos va a ir mostrando en
las páginas siguientes.
La ejecución
pública se empieza a percibir, a principios del s. xix, como
un foco en el que se reanima la violencia en todos. La publicidad va
a quedar para los debates y la sentencia. La ejecución misma
mantiénese a distancia, tendiendo a confiarla a otros, y en secreto.
Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar. No sólo
por razones de humanidad, el castigo va a ir pasando de ser un arte
de los dolores físicos insoportables a una economía de
los derechos suspendidos. El verdugo va a ser relevado por una tropa
de vigilantes, médicos, capellanes, psicológos, educadores,
abalanzada sobre el espíritu del condenado: se siguen juzgando
efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código,
pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, inadaptaciones,
efectos del medio o de la herencia. Se castigan las agresiones, pero
también las agresividades.
Aparece,
en consecuencia, ese juego de 'las medidas de seguridad' que acompañan
a la pena y que no están destinadas a sancionar la infracción
sino a controlar al individuo, a neutralizar su estado peligroso, a
modificar sus disposiciones delictivas. Hay, pues, que actuar no ya
sobre lo que los individuos han hecho, sino sobre lo que son, serán
y pueden ser. Las sentencias no son solamente juicios de culpabilidad
y de sanción; llevan también consigo una prescripción
técnica para la 'normalización' de los individuos.
No hay
que ser un lince para percibir de inmediato el tufillo a uso y abuso
del poder en el tema del Derecho Penitenciario, que se desprende de
lo anterior: efectivamente, el castigo comienza a desempeñar
una función social compleja, de táctica política,
de utilización del cuerpo como fuerza económica, de trabajo,
y como elemento de sometimiento a las reglas del poder.
Vamos a
seguir el discurso de Michel Foucault sobre distintos aspectos del poder
y de su estancia entre nosotros. El poder es, antes que nada, poder
económico. Esto es evidente, pero, ¿disponemos de elementos
suficientes para hacer un análisis no económico del poder?
Disponemos de elementos precarios pero útiles. En primer lugar,
la afirmación de que el poder no se da, no se intercambia, se
ejerce y punto.
¿Cuál
es la mecánica, en qué consiste este ejercitar el poder?
Desde Hegel, también Freud, resulta muy ampliamente aceptado
que el poder es represión. También parece poder afirmarse
que el poder es guerra. Y lo es en cuanto que se perpetúan, después
de aquélla, los desequilibrios en las instituciones, en las desigualdades,
en el lenguaje, hasta en los cuerpos físicos, que se manifiestan
en la guerra. En este sentido, la represión de la que hablamos
es el efecto y la continuación de una relación de dominio.
Podemos
contemplar el triángulo Poder-Derecho-Verdad. Estamos sometidos
a la producción de Verdad por el Poder, y éste no puede
ser ejercido sino a través de la producción de Verdad.
Después de todo, somos pagados, clasificados, obligados a cumplir
determinados deberes, destinados a cierto modo de vivir o de morir,
siempre en función de los discursos 'verdaderos', que comportan
efectos específicos de poder.
En cuanto
al Derecho, si, históricamente, se ocupó de legitimar
la dominación y hacerla aparecer bajo las máscaras jurídicas
de la soberanía y de la obligación legal de obediencia,
en nuestro tiempo se despoja de carátulas y vuelve al ser primigenio,
haciendo funcionar relaciones que no son de soberanía, sino de
dominación. Entendamos, que, al hablar de Derecho, no hemos de
pensar simplemente en la ley, sino también en el conjunto de
aparatos, instituciones, reglamentos, que aplican el derecho y que,
al hacer funcionar la dominación, no se trata tanto de la que
ejerce uno o un grupo sobre los demás sino de múltiples
formas de dominación que pueden ejercerse dentro de la sociedad,
por los individuos en sus relaciones recíprocas. De modo evidente,
todos dominamos y padecemos dominación. Es ésta una observación
que vale la pena retener.
Debemos
conocer y recelar del poder, no ya en su núcleo, en su corazón,
sino allí donde se hace capilar: en sus formas más regionales,
más locales, y, aún fuera de las reglas del Derecho, cuando
se prolonga más allá de estas instituciones y actúa
mediante técnicas e instrumentos de acción parajurídicos
e incluso violentos.
No se trata
entonces de preguntarse por qué algunos quieren dominar a los
demás. Se trata de preguntarse cómo funcionan las cosas
en los procesos continuos e ininterrumpidos que sujetan los cuerpos,
dirigen los gestos y rigen los comportamientos.
El poder,
si se le mira de cerca, no es algo que se divida entre los que lo detentan
como propiedad exclusiva y los que no lo tienen y sí lo sufren.
El poder ha de ser analizado como algo que funciona y circula en cadena.
Más que aplicarse sobre los individuos, el poder transita a través
de los individuos. En este sentido, todos tenemos elementos fascistas
en nuestro ser. Pero no debemos concluir de ello que el poder esté
bien repartido y que podamos hablar de una distribución democrática
o anarquista del poder a través de los individuos.
Tomemos
como ejemplo la burguesía como institución dominante desde
hace 200 años. No se trata de que con su ascenso al primer plano
político, la burguesía haya tratado de imponer su ideología
sobre determinadas cosas. Más que de ideología debemos
hablar de instrumentos que permitan acumular saberes, métodos
de observación, técnicas de registro, procedimientos de
investigación, aparatos de verificación. A la burguesía
no le han interesado los locos o los presos, su tratamiento y su castigo
o su reinserción que, económicamente, no tienen mucha
importancia. Sí le interesan, en cambio, los procedimientos empleados
para la exclusión de los locos o para el internamiento y el control
de los delincuentes. Le interesan porque son elementos provechosos políticamente
y de indudable utilidad económica. Le interesan los métodos
en tanto son 'exportables' a otras áreas y pueden rendir excelentes
dividendos de poder.
En la sociedad
de nuestros días, pues, junto a las normas jurídicas de
la soberanía, y, con la misma importancia funcional o más
que éstas, aparece una densa red de coerciones disciplinarias
que asegura en los hechos la cohesión del cuerpo social. Digamos
ya que todos, si no lo evitamos, participamos de esa red de coerciones.
Traslademos
éstas ideas al medio penitenciario, a cárceles y presos.
Cuando
en un grupo social, se produce no ya el grito revolucionario, ni siquiera
la incitación a la revuelta, al motín, sino tan sólo
la modesta, la humilde rebelión individual, entonces el marginado
se transforma en delincuente y, con lógica implacable, en preso.
Ferlosio, en un párrafo inolvidable, tiene escrito: «Que
es mucho ratón, mucho corazón, más que el que nos
suponen, más que el que esperan de nosotros, el que hay en el
ratón que somos cada uno, el que hay en este valeroso y esforzado
corazón de ratón. Si no, ¿para qué espada?,
¿para qué albedrío?, ¿para qué haber
llevado espada toda nuestra vida, como hombres libres, sino para darle
brega y darle agitación, llegada la hora de desenvainar, y cuando
quiera que tal hora suene, aunque sea nuestra propia hora postrera?»
El preso,
la cárcel
Aquí quería venir a parar, a los
más marginados entre todos los marginados, a los predilectos
de las conversaciones de este aonio público nuestro, de las pláticas
que les llevan dando bandazos, de ser objeto de las más lacrimosas
conmiseraciones a querer montar con ellos una cadena de casquerías.
O a la inversa.
Es bien
sabido que, junto a los actos que ponen en riesgo las personas o patrimonios,
la clase social dominante se ha inventado otra serie de actos que deben
ser igualmente castigados, los que embisten contra principios de conducta
exigidos por el poder político, religioso, militar o económico;
son los delitos contra la divinidad o los emblemas de la patria, y también
los que perturban el orden de las cosas: ideas nocivas, libros prohibidos,
escrúpulos de conciencia, desviaciones sexuales, pornografía,
auto-medicación, etc. Los críticos y los locos son serios
candidatos a la fulminación. También los pobres, porque
los delitos contra la propiedad han sido definidos y penados por la
clase que tiene la propiedad.
Se trataría
ahora de saber qué pasa exactamente con una persona que entra
en la cárcel, no lo que pensamos que le pasa o lo que parece
que pasa. Es ésta la puerta de acceso a otro mundo en el que,
como un iceberg, se esconde mucho más de lo que asoma. Otro mundo
del que imaginamos, sólo imaginamos, lo sórdido, lo cruel,
lo miserable, lo mezquino, lo débil lo deteriorado, lo peligroso,
lo vengativo, lo humillante, lo violento, lo carencial.
En la idea
de la prisión subyacen dos finalidades, más o menos claramente
expresadas. La primera se corresponde con la antigua 'vindicta pública':
la comunidad, alarmada por un acontecimiento lamentable, exige un castigo
ejemplar, precedido y acompañado del severo ritual del aparato
legalista, que atemorice al personal. El culpable debe ser excluido
de la normal circulación, debe ser aislado, encerrado entre cuatro
paredes. Debe 'pagar'. Las causas de su acción importan bastante
poco, en verdad. Resultaría trabajoso y hasta conflictivo indagarlas.
La segunda
es más sutil. Se trata no ya sólo de que el delincuente
expíe su culpa, de que escarmiente, sino de que vuelva grupas,
de que retorne al redil, como la oveja descarriada. Se trata de que,
reconociéndose malo, desee acceder al rebaño de los buenos,
de los honestos ciudadanos. Se trata de que aprenda unos modos de convivencia
que son los válidos, los aceptados por todos los bienpensantes
que en el mundo son. Preguntarse si esos modos son realmente válidos,
si el modelo de sociedad y de convivencia que se le propone es justo,
libre, solidario y ético, casi parece siniestro.
Para lograr
este segundo fin se utilizan dos vías, igualmente conducentes
a desterrar de nuestra existencia lo anómalo, lo diferente, lo
inseguro, lo cuestionable, lo que nos hace sentirnos incómodos
y plantearnos inquietantes porqués. Por un lado, con lo que en
la jerga penitenciaria se denomina 'vida regimental', es decir, disciplina,
trabajo, escuela, horarios, actividades comunes, sanciones, se intenta
que los encarcelados vayan impregnando sus mentes de la elemental noción
de que más les vale conducirse con docilidad y mostrarse 'unánimes',
desechando cualquier perniciosa tentación de ser distintos. Por
otro, con lo que en esa misma jerga se suele llamar 'tratamiento', se
parte de la vieja historia judeocristiana del pecado, la expiación
y el arrepentimiento: el delincuente ha de reformarse, 'regenerarse'.
Se emplean al efecto técnicas más o menos depuradas y
contrastadas, en todo caso con el nihil obstat de la moralidad vigente,
no vaya a ser que nos abismemos en vericuetos ambiguos y desorientadores.
Técnicas como Dios manda: psicológicas, pedagógicas,
sociológicas, psiquiátricas
El delincuente, cambiado
para bien, ha de salir de las aguas del Jordán de su prisión
con el afán por su reintegración a la vida común,
como el hijo pródigo.
Ocurre,
sin embargo, que esa vida común que le espera fuera de la cárcel
no es ni más ni menos que esta sociedad que disfrutamos. Ésta,
no otra. Ésta, con su consumismo inducido y sacralizado, con
su paro, sus corrupciones, con el medro de los de siempre, con el nivel
ético que todos conocemos, con la injusticia de sus condicionamientos
económicos
En fin, con lo que todos sabemos y resulta prolijo
y enojoso recordar.
La delincuencia
es, antes que nada, un fenómeno social. Más del 90% de
los encarcelados muestra una extracción socioeconómica
de clase 'baja' o 'media-baja', en términos burguesamente clásicos.
La etiología de sus delitos resulta de una claridad meridiana.
Entonces, tanto esa vida 'regimental' como el llamadao 'tratamiento
de reforma' a que he aludido antes, puede que se nos vengan a convertir
en un vulgar truco de barraca de feria y lo que pretendan, entre otras
cosas,sea evitar su forma de conciencia de clase social, la de los pobres,
y ver que asuman su papel marginal y de peonaje en esta sociedad,
la neocapitalista.
Dicho de
otro modo: no parece aventurado afirmar que, cuando un preso es tal,
es decir, cuando ha ingresado en prisión por primera vez, aunque
también los demás, incluidos los multirreincidentes más
avezados, es asaltado por un conjunto de agresiones vitales que vienen
a hacer de él un hombre distinto del que era. O que, quizá,
ofrece una imagen cóncava al observador paciente y neutral. Es
una historia interesante: la historia del absurdo, del sinsentido, de
la mediocridad uniforme de lo carcelario. A los impúdicos guiños
de la vida regimental, con su obsceno sistema de sanciones y recompensas,
y del tratamiento de reforma, con sus entrevistas y sus clasificaciones,
hemos de sumar todo el montaje, el formidable aparato de la violencia
institucional. Violencia que comienza con la propia estructura física,
arquitectónica, de la prisión. Toda la serie de departamentos
y dependencias interiores está distribuida de forma que puedan
conseguirse dos objetivos: uno, el más evidente, que el preso
no se fugue. Es la famosa seguridad, si bien tomada en una sola dirección,
la menos incómoda, sin duda. Y otro objetivo, más sútil,
es la manipulación, el nuevo saber a instalar en sus mentes,
como hábitos reflejos: que la falta de sumisión es peligrosa.
A estos fines se piensa que contribuyen muros, barrotes, rejas, alambradas,
cerrojos y centinelas.
Pero es
que, además, todo este territorio singular que es la cárcel
padece de otras precariedades que, si no hacen de ella el cervantino
'lugar donde toda incomodidad tiene su asiento', casi lo consiguen.
Sobre todo en las prisiones viejas que, hoy en día, son más
de la mitad en España. La más persistente y terca de estas
'incomodidades', por decirlo de manera suave, es el hacinamiento. Celdas
individuales o para máximo de tres inquilinos son ocupadas por
seis o siete personas, retrete incluido, con el calor, los olores, los
comentarios, los exabruptos, las preguntas, las propuestas, las amenazas,
etc. que todos podemos imaginar.
Otra etapa
de esta violencia institucional es el propio personal penitenciario.
Ya van quedando pocos de los viejos funcionarios, profesionales y paternalistas
en todos los sentidos del término, que igual servían para
un roto que para descosido; que lo mismo cortaban abruptamente un conato
de jaleo en el patio, que hacían gestiones especificas y concretas
a favor de éste o del otro. Lo que abunda hoy en día es
lo que da el país: chapuzas. Hay chapuceros a montones en la
Administración pública, en la empresa privada, entre los
profesionales de la medicina, entre los de la justicia, entre los políticos,
entre los electricistas, entre los guardias urbanos
Entre los
funcionarios de prisiones también. Ingresa gente necesitada de
un puesto de trabajo y muchos, demasiados, no acaban nunca de entender
el sentido cabal de lo penitenciario y terminan por identificarse con
lo peor de esta profesión: las rutinas, las martingalas, los
prejuicios, los miedos, las ignorancias, la falta de interés,
los autoritarismos y prepotencias a destiempo y justamente con quienes
no deben ser utilizados, si es que alguna vez debieran serlo.Y la culminación
de esta violencia institucional de que venimos hablando está
referida a los 'regímenes especiales', 'primeros grados', 'sanciones
disciplinarias' y 'medios coercitivos' en general.
Hemos de
comprender que, ante estas cosas, todo cuanto traten de airear los responsables
penitenciarios sobre mejoras en alimentación o en sanidad, por
ejemplo, y de hecho es cierto en bastantes casos, todo ello no es más
que anécdota.
¿Qué
se puede hacer? Pues no mucho, me parece. En cualquier caso, tenemos
derecho a la utopía y podemos pensar que, si peleamos hoy, ya,
ahora y aquí, por la práctica desaparición de la
prisión, algún día la prisión desaparecerá
y, en su lugar, aparecerán otras nuevas medidas creativas, positivas,
a la medida del hombre, de cada hombre.
Entretanto,
la máxima esperanza, dentro del sistema establecido, es la prisión
abierta. El régimen abierto supone, por lo general, que el penado
salga al exterior, comúnmente a trabajar o a estudiar, y regrese
al establecimiento a comer al mediodía o simplemente, a dormir.
¿Es esto una prisión?, se preguntarían los bienpensantes
que decíamos. Es decir: ¿es éste el castigo que
merecen los bribones que perpetraron tal o cual fechoría? No
es fácil, de verdad. Pero, también de verdad, esta vía
es la única transitable por ahora para evitar la existencia o,
al menos, la permanencia generalizada de la prisión clásica,
donde las cosas suceden como si las relaciones de fuerza fueran las
lógicas y únicas posibles.
Mi convicción
de que esto puede ser así se basa en que, en el régimen
abierto, la privación de libertad se convierte más bien
en restricciones a la misma; en que trata de eliminar o aminorar lo
prisional y acrecentar lo referente a la vida social, a vida libre,
y la búsqueda de las personales señas de identidad de
cada uno; en que se potencia notablemente el desarrollo de las instancias
de justicia y solidaridad; y en que los clásicos valores carcelarios
de orden, de autoridad, de dependencia jerárquica, van siendo
sustituidos, con ventaja apreciable, por los de intercomunicación
y diálogo, relaciones horizontales y de cogestión.
Joaquín Rodríguez