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El drama cultural del anarquismo / 2
Técnica en una sociedad autogestionaria

Afinidad y organización

Para millones de personas, la jerarquía, esa verticalidad inmemorial como una pirámide y perenne como un dios, se aparece como poco menos que inderribable. Afortunadamente, conocemos una crónica histórica contrastante: sabemos que en Occidente han ocurrido alzamientos de esclavos, interpretaciones heréticas, fugas 'cimarronas', insurrecciones campesinas, protestas obreras, disidencias intelectuales. Es decir, que cada época ha contribuido a la historia de la disidencia humana con un 'contrapeso', individual o colectivo, que logró balancear al despotismo, la autocracia y el sometimiento. El contrapeso 'libertario' ha desplegado a lo largo de su más que centenaria historia prácticas organizativas y sentimentales; o sea, invenciones sociales. Y así como los prehistóricos inventaron la rueda y la agricultura, los griegos el concepto y el teatro, y los primeros cristianos el ideal de hermandad, así también los anarquistas inventaron lo suyo: la autogestión. 'Invento' que ingresa en el rango superior de las obras humanas, allí donde solemos incluir al juego, la fiesta y la melodía.

La palabra 'autogestión' no es grata. Desafina en la escucha, quizás a causa del retintín 'técnico' que es propio de los vocablos 'construidos'. Carece de la resonancia emancipatoria con que 'libertad', 'igualdad' o 'fraternidad' endulzaron al oído por dos siglos. Cuando yo fui iniciado en las ideas anarquistas, la palabra autogestión disponía de un enorme prestigio, aureolado por los logros de la época de la Guerra Civil Española, y por las no tan equivalentes pero afines experiencias de Yugoslavia y Argelia de comienzos de los años 60.

Recuerdo la importancia que entonces se concedía a todas las modalidades del 'basismo' y a toda justificación ideológica del mismo, y la autogestión se aparecía a los militantes anarquistas como una 'técnica' adecuada a la que bastaría recurrir (en espacios asamblearios, en experimentos comunitarios, en cualquier ocasión que diera lugar a la posibilidad de autoorganizarse) para forzar la metamorfosis de la cultura hegemónica heredada por las personas intervinientes.

Obviamente, el ideal y la práctica de la autonomía, que supone discutir y decidir las propias leyes, pone en cuestión la tradición de la heteronomía sagrada o estatal, pero el sustrato social de la autogestión no depende de una idea o una técnica sino de su articulación con prácticas sociales que de algún modo han de ser culturalmente preexistentes a las doctrinas libertarias y que vienen germinando en la larga historia de la experiencia humana que contraría a los usos jerárquicos. Para Marx -como para quienes se han empapado de la tradición anarcosindicalista-, la fábrica y el mundo imaginario del trabajo suponían un excelente cemento para una nueva sociedad. Pero en mi opinión, el sustrato social en donde puede injertarse la idea y técnica de la autogestión anarquista se encuentra en otros espacios.

Por ejemplo, en la tradición del grupo de afinidad. De todas las propuestas y realizaciones anarquistas, quizás sea ésta la más alentadora. Antes de que la articulación sindicato-anarquismo estuviera bien soldada (y ya desde que los primeros grupos de simpatizantes de 'la idea' se organizaron en el amplio círculo que el compás de Bakunin trazó de España a la Besarabia) la práctica grupal en la cual las personas se unían 'por afinidad' le concedió al anarquismo un rasgo distintivo, alejándolo de la centralidad vertical concéntrica propia de los partidos políticos democráticos o marxistas, modelo propio del imaginario político occidental moderno. La afinidad no sólo garantizaba horizontalidad decisoria sino, lo que es más importante, promovía la confianza y el mutuo conocimiento de los mundos intelectuales, emocionales y hedonistas de cada uno de los integrantes. Esta condición grupal permitía una mejor compresión de la completud de la personalidad del otro tanto como de sus potencialidades y dificultades. ¿De dónde proviene el ideal de los grupos de afinidad? Quizás de la tradición de los clubes revolucionarios previos a la Revolución Francesa, quizás de los 'salones literarios' que florecieron en el siglo xviii, y seguramente de la larga época en que los grupos carbonarios del siglo xix experimentaron la clandestinidad, condición pronto legada al anarquismo; en definitiva de la tradición de la 'autodefensa' y de la 'conspiración'. También, quizás, de los usos y rituales masónicos, a los que Bakunin era afecto, habiendo sido miembro -al igual que Malatesta- de una sección italiana de la francmasonería. De modo que las prácticas de afinidad no son la prerrogativa del 'local militante' sino la efusión posible de sitios compartidos en común. Piénsese, a modo de ejemplo, en la importancia que tuvo la taberna (o pub) inglesa en la constitución de la sociabilidad de clase a comienzos de la revolución industrial, o el café público en la construcción de la opinión pública liberal del siglo pasado, o -para las sufragistas- los salones que ampararon una nueva figura social de la mujer hacia mediados del siglo pasado, o los grupos de lectura entre los campesinos españoles a comienzos de este siglo, o bien y actualmente, la practica de intercambiar 'fanzines' por los adolescentes en edad aún escolar en plazas públicas o conciertos de rock.

Un segundo sustrato social para la autogestión, tanto más importante, lo encontramos en la larga práctica de la amistad. Son varias las líneas genealógicas que confluyen en el despliegue moderno de la amistad, tal como la conocemos actualmente. Al viejo modelo de la philia griega -que Aristóteles especifica en su Ética nicomaquea y Montaigne faceta en su ensayo sobre Étienne de La Boétie- habría que agregar el de la fraternidad revolucionaria y el de la hermandad cristiana. Modelos, todos ellos, que insisten en la igualdad posicional de los amigos y en la reciprocidad de obligaciones, sentimientos y acciones. Durante la modernidad la amistad devino una práctica social que se desplazó sobre espacios afectivos, políticos y económicos antes ocupados por la familia tradicional y comenzó a servir de amparo contra la intemperie a que las intervenciones estatales o las desatenciones capitalistas someten a la población. La amistad supone ayuda mutua, económica, psicológica, reanimadora, incluso asesorial, y -eventualmente- política, convirtiéndola así en una suerte de tónico y en una red fundante de la sociabilidad actual. ¡Ay de quien no tiene amigos! Carece entonces de una de las amarras que nos unen a la vida y nos reconcilian con ella. A la genealogía mencionada de las prácticas amistosas, debe añadírsele la amistad entre mujer y mujer, y entre hombre y mujer, a las que las transformaciones culturales de este siglo sumadas al desvanecimiento del 'hogar' como espacio económico obligatorio para la mujer, han propiciado como nunca antes. Cabe agregar a ellas la amistad entre homosexuales y mujeres, antes sostenida en cierta clandestinidad y en ciertos ghettos y hoy expuesta abiertamente. Quizás también cabe agregar la amistad entre ex parejas. Mucho más que los viajes al espacio, Internet, el transplante de órganos o la penicilina, han sido estos nuevos formatos de la amistad las grandes innovaciones que hay que colocar a beneficio de inventario del siglo xx.

Un tercer sustrato social para la autogestión lo encontramos en los modos de la sociabilidad y en los organismos sociales emergidos por fuera del modelo del Estado. Como se sabe, para los anarquistas el Estado instituye un principio de jerarquía que trata de imponer a toda actividad acaecida en el territorio que domina legalmente. Este principio jerárquico modela también a todo el espacio institucional no controlado directamente por el Estado: empresas, colegios, clubes de fútbol, familias, universidades, etcétera. Sin embargo, el principio de jerarquía no tiene poder para traducir a su lenguaje y sus leyes a todas las actividades y organizaciones que se agitan en una sociedad. Son numerosísimas las personas que experimentan, al menos una parte de su vida, en organizaciones y en modos de relacionarse de índole no-jerárquica, y en espacios y socialidades que las amparan y que no suelen ser pensadas como anárquicas.

Estos tres 'sustratos' mencionados ofrecen condiciones para desbaratar las técnicas ideológicas, psicológicas y materiales de la dominación. Porque proporcionan prácticas de 'cuidado del otro', que no son solamente discursivas ni organizacionales sino individualizadas. Es decir, que no se trata de prácticas informadas exclusivamente por el modelo de la caridad cristiana (amor al prójimo) ni por el de la solidaridad (tradición socialista) sino por un cuidado dirigido no sólo a todos sino a cada uno. Y porque proporcionan asimismo la experiencia real de un 'afuera' posible de una situación opresiva. Sirva de ejemplo la posición del tío o la tía en la familia tradicional, que suele contactar a los niños -en especial a los adolescentes- con un mundo más 'liberal', ofreciéndoles mayor permisividad de la concedida por sus padres. Del mismo modo, los abuelos suelen transmitir saberes -en especial los de rango histórico- que los padres han desestimado: otra fuga posible. La amistad, además, suele conceder un respiro del matrimonio concebido como propiedad privada.

Los espacios autogestivos disponen de otra potencia latente de suma importancia: favorecen el aprendizaje por fuera de los constreñimientos pedagógicos asociados a la escuela y a las necesidades estatal-capitalistas en materia de mano de obra, oficios especializados y performatividad automática. Aprendizaje no sólo de la experiencia vital en común, sino de saberes y prácticas alternativas al modelo pedagógico hegemónico. En este sentido, la antropología implícita estaría fomentando la tradición humanística y la amateurista, constituiría un elogio de la curiosidad y de los ideales de la ilustración obrera. Y fundamentalmente, ampliaría las capacidades prometidas al hombre moderno a través de la figura del 'aprendiz', cuya sed de saberes y de aspiraciones existenciales es por ahora canalizada por los imperativos del aparato educacional, hasta el momento acoplado a las necesidades del estado-nación y ahora, crecientemente, a las de la globalización, sea lo que esto signifique.

Es necesario desestimar a la autogestión como una mera 'técnica', fundamentalmente porque las transformaciones técnicas no son capaces de forzar a un cambio de valores. Una anécdota puede poner esto en evidencia, ya que en ellas, por breves que sean, puede ocultarse la dirección de una época. Hacia 1959, un militante anarquista que había estado en Europa realizando estudios de posgrado en ingeniería, regresó a la Argentina. Por entonces, se anunció una conferencia a su cargo en un antiguo local de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). En el volante en el cual se publicitaba la charla se prometía «presentar un medio de resolver los problemas de transmisión de las ideas anarquistas al grueso de la población». El anarquismo, que había sido la retórica cotidiana de amplias capas de la clase obrera mundial a principios de siglo, había quedado reducido en la década del 50 a jirones de su antiguo esplendor. En Argentina, angostado por el peronismo y reducido a unos pocos miles de militantes, ya experimentaba la desorientación propia de los movimientos políticos destinados a extinguirse. De modo que aquella conferencia concitó cierta atención en ese medio ambiente de disidentes. Al comenzar la charla, el ingeniero extrajo de un bolso un enorme grabador entonces conocido como 'Geloso', uno de los primeros reproductores de cinta en ser consumidos por la clase media de Buenos Aires, artefacto que el conferencista había traído de Europa.

Sintéticamente, el discurso aquel proponía a los militantes repartir entre la población cintas grabadas con el ABC de las ideas anarquistas, previendo la inevitable expansión del consumo de este artefacto. La tecnología, por primera vez, estaría a favor de un discurso refractario que nunca había logrado filtrarse fácilmente en las escuelas, periódicos masivos o en la radio, columnatas del ciudadano argentino modelo de entonces.

Mucho antes, hacia 1919, Lenin, el fundador de la Unión Soviética, explicaba con ocasión de la inauguración del Plan General Soviético de Electrificación que el comunismo no era otra cosa que «soviets más electricidad». Es decir, un modo de autoorganización de la clase obrera sostenido en modernas fuentes de energía capaces de movilizar a una gigantesca sociedad industrial. El ideal socialista, en este slogan político, quedaba reducido a la ecuación «verdad ideológica + modernidad industrial y tecnológica». Como se recordará, muy pronto los soviets fueron desarticulados por el nuevo Estado Soviético, que se dedicó a desarrollar las fuerzas productivas del país a un ritmo frenético. Hacia 1990, treinta años después de aquella conferencia en la FORA y setenta luego de Lenin, cuando comenzó el proceso de incorporación de las computadoras personales a los hogares, primero norteamericanos y rápidamente también a los del resto del mundo, comenzó a circular la idea de que ya no eran necesarios los comicios electorales de nivel nacional, provincial o municipal, pues la interconexión de computadoras a una central estatal iba a posibilitar votar casi todos los días, de modo plebiscitario. De modo que la consigna «un teclado, un voto», que remedaba el célebre aforismo de la Constitución Norteamericana, devino el ideal político de los primeros gurúes informáticos. En el siglo pasado, muchos habían supuesto que en Argentina el ferrocarril iba a fomentar la democracia como ideal político y social, desbancando al caballo como medio de viabilidad tecnológico del orden político del caudillo.

Cada época se ilusiona con nuevas tecnologías que favorecerían las políticas respectivas del republicanismo, la democracia federalista, el anarquismo, el comunismo o de la democracia informática reticular. ¿Pero puede reducirse la dignidad de un ideal político a determinados soportes tecnológicos, por más novedosos, acelerados y articuladores que ellos sean? Aquí nos damos cuenta de la necesidad apremiante de forjar nuevos mitos sociales libertarios, mucho más cuando políticos y tecnócratas suelen hacer confluir tecnologías a regímenes políticos. Un ideal político es un modo de vivir, lo que antes llamábamos una 'antropología', y no solamente un discurso amplificable por medios técnicos. La Radio sirvió tanto a Roosevelt como a Stalin o Hitler. La Televisión a Kennedy como a Krushev. Internet ya sirve tanto a Bill Gates y al hacker como a la burocracia china. No se trata de neutralidad, sino de que no cabe reducir las ideas políticas a sus modos de ser circuladas por ondas hertzianas, rayos catódicos o bits. Las pasiones ideológicas y las formas de vivir y de morir no se amplifican mejor por estar amparadas en una costra de acero inoxidable o por ser transmitidas a distancia por otros medios. Una técnica puede llevarnos a otro nivel de organización de la vida, pero no a un nivel más libertario de valores.

Un saber trágico

El anarquismo ha sido una especie de 'contrapeso histórico' al dominio. Pero no ha sido el único: también la socialdemocracia, el populismo, el marxismo, el feminismo e incluso el liberalismo reclaman ese puesto. Pero el anarquismo se constituyó en la más descarnada de todas las autopsias políticas modernas y en la más exigente de todas las propuestas superadoras del estado de cosas en el siglo xix. Justamente, por haber elegido un ángulo de observación tan vertiginoso, también el anarquismo se convirtió -inadvertidamente, al comienzo, para sus propios padres fundadores- en un saber trágico. Pues descubrir que la jerarquía es una constante histórica que ha devenido peso ontológico y enraízamiento psíquico tan imponentes conduce a la asunción de que su desafío suscita pánico, tanto como renegar de un dios olímpico o abandonar para siempre jamás la casa paterna. Por eso es trágico: porque los anarquistas son concientes de su propia desmesura conceptual y política, a la vez que saben no poder renunciar a lanzarse, como taciturnos peones de ajedrez, contra la casilla ocupada por el rey.

Christian Ferrer

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