Las
palabras del dominio
Manuel Muner
Esplendor
y miseria de la metáfora (A propósito de Las palabras
del dominio, de Manuel Muner)
Muner,
M.: Las palabras del dominio, Donostia, Iralka, 2000, (La cizaña
baja al ágora), 52 págs.
1) «El
discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas
de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual,
se lucha; aquel poder del que quiere uno adueñarse», anotó
Foucault en un sugerente opúsculo. Hablaba del 'orden del discurso';
de los procedimientos de selección y de exclusión que
rigen la forja y circulación de los relatos dominantes; de la
'voluntad de verdad' inherente a todo orden politico-social, una voluntad
«reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas,
como la pedagogía, el sistema de libros, la edición, las
bibliotecas». Precisamente contra este inquisitivo y vigilante
'orden del discurso' se baten hoy obras como Las palabras del dominio,
que saben de aquellos 'mecanismos de exclusión' apuntados por
el filósofo francés y de su temible eficacia marginadora
2) Ya que
Bicel tiende a definirse, en parte, como un 'catálogo de publicaciones',
quise implicarme en su tarea con una reseña, con el comentario
de un libro. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo referirme
al último trabajo de Manuel Muner? Ante todo, debía evitar
la posición clásica del 'crítico' que, afectando
superioridad y competencia, examina y juzga una obra 'subalterna'. También
quería esquivar el cliché, la 'plantilla', la reseña-canon,
con sus pasos prescritos, que nos enseñaron en los Institutos
y en la Universidad -una especie de 'andadera', constreñidora
de la escritura, que tuve la suerte de olvidar muy pronto-. La única
estrategia que me pareció legítima fue la que descubrí
en Baudelaire y en su manera de comentar un libro: concebir, en alusión
a una obra, un texto 'segundo', consciente de sí mismo como escritura,
una re-creación. Justamente lo que Barthes proponía como
alternativa a la 'crítica literaria' académica, siempre
pedante y siempre despótica: que la obra se convirtiera a su
vez en condición de la escritura, en pre-texto, en factor de
la reanudación de la literatura, y no en objeto que ha de ser
'valorado', 'medido', 'calificado'. Por todo esto, me voy a limitar
a compartir con vosotros las sensaciones que despertó en mí
Las palabras del dominio, trabajo que empezó a inquietarme casi
antes de conocer su redacción definitiva
3) «Hay,
en la metáfora, un momento pre-conceptual y otro post-conceptual»,
me dijo Manu Muner por teléfono, a principios de año,
comentando aspectos de lo que entonces era aún un borrador. Y
con esa breve observación conmovió los cimientos de una
de mis manías intelectuales más queridas: aquella que,
distinguiendo entre 'concepto' y 'metáfora', se aferraba a ésta
para combatir a aquél y se acorazaba de poesía contra
el puritanismo atosigante de la Ciencia. Frente al trabajo 'policial'
del concepto (enemigo de la 'singularidad', homogeneizador, paralítico,
capaz de matarnos de aburrimiento o de frío), yo vindicaba la
perversidad y la rebelión de la metáfora, su falta de
escrúpulos, su modo de 'apuntar al cuerpo' y de llevarse bien
con la sangre y el corazón del hombre en conflicto
Manu
me insinuó que esa separación, esa dicotomía, era
arbitraria; y que también cabía mirar de reojo a la metáfora
Tras esta 'llamada al orden', presagiando tiempos adversos, inicié
la lectura de Las palabras
con innegable hostilidad, casi recelante,
fruncido el ceño. Y, aparentemente, tal prevención estaba
justificada: mi denuncia de que el concepto había colaborado
en la integración de las ciencias, en la neutralización
del saber, forjando 'jergas' de especialistas, rompiendo con el lenguaje
de la vida y de la acción, bloqueando la expansión del
pensamiento libre y aniquilando la imaginación crítica,
no hallaba, en ese libro, el menor respaldo. Por contra, el autor describía
cómo la metáfora se prestaba a los fines del Sistema y,
de puro utilizable, era explotada intensivamente, y cada vez más,
por los 'media' y en los discursos del poder, ocupando un lugar de privilegio
entre las 'técnicas de manipulación de la sentimentalidad'.
Además, Manu argumentaba convincentemente que la metáfora
estaba preñada de concepto y que el concepto era en sí
mismo una metáfora
En realidad,
cuando yo hablaba de 'concepto' me estaba refiriendo, de un modo errático,
a los lenguajes conceptuales, a la terminología teorética,
a las nociones casi abstractas que saturan los relatos filosóficos
y científico-sociales; mientras que Manu, con el rigor de su
parte, atendía al concepto como momento epistemológico,
como herramienta del conocer y categoría inalienable del pensamiento.
Más que disentir, hablábamos de cosas distintas; y se
me ocurre ahora una frase que quizás sancione nuestro acuerdo
profundo: «allí donde el concepto (padre de las ciencias)
es malo, la metáfora (inspiradora de la poesía) tampoco
es buena ».
Hay, no
cabe duda, 'imágenes' que se han sublevado contra la sombría
organización de nuestro mundo, 'metáforas' que han querido
desmitificar y combatir. Recuerdo una, muy afilada, de Kropotkin : «El
derecho al trabajo es, a lo sumo, derecho a un presidio industrial».
Y también ésta, bienintencionada aunque equívoca:
«La religión es el opio del pueblo». Injusta metáfora,
la de Marx. Injusta con el opio. En verdad, como sostuve en El Irresponsable
con intención polémica, «al Pueblo se le prohibió
siempre el opio para evitar que abominara de la Religión bajo
todas sus formas». Y hay una metáfora terrible, que casi
da miedo evocar hoy, en las vísperas de otra demencial 'caza
de brujas' antiterrorista : «La violencia es la partera de toda
vieja sociedad que anda grávida de una nueva»
Pero,
cada día, en los 'media', en la prensa, en la publicística
del poder, la metáfora se aplica también al trabajo contrario:
al trabajo de represión, de incitación al consumo lo mismo
que a la obediencia («el consumo es obediencia», matizaría
Baudrillard), a las labores de mixtificación, a la empresa de
'reforma psicológica y moral' de las poblaciones
El libro
de Manu Muner explora esta doble faz de la metáfora, insistiendo
en su aspecto negativo, en su 'miseria' y no tanto en su 'esplendor';
examina su naturaleza, su modo de operar, sus complicidades con el mito,
con la poesía, con el pensamiento mágico, su determinación
en los textos filosóficos y literarios. Partiendo de Platón,
de Aristóteles, recalando en Kant, en Ortega, en Camus
,
ensaya un acotamiento teórico del vínculo registrable
entre 'concepto' y 'metáfora'; y, de la mano de Marcuse, también
de Cassirer, etc., subraya la instrumentalización contemporánea
de esta figura en las realizaciones discursivas del poder, la virtualidad
de su manipulación para el dominio.
Son muchos
los libros que, por decirlo así, resbalan sin temblor sobre nuestra
consciencia: leerlos es olvidarlos. Ocurre a menudo con los 'clásicos',
e incluso con algunas 'obras maestras'
Pero otros permanecen un
tiempo 'ahí', sembradores de desasosiego, hablándole a
nuestro corazón, que es lo mismo que hablarle a nuestro cerebro,
removiéndose, incomodándonos de una forma deliciosa, torturándonos
con un avieso encanto. Textos que se leen 'en guardia', encendidas todas
las señales intelectuales de alarma. Obras que son, como quería
Deleuze, 'cajas de herramientas', utilizables y reutilizables en la
reparación de lo que va mal en nosotros mismos; pequeñas
'heridas', azotes, trastornos, que diría Cioran; huestes de palabras
que colonizan casi con desfachatez los llanos de nuestro espíritu,
poblándolos de referencias, de ecos de otros relatos, de los
fantasmas de un sinfín de autores
Así es el ensayo
de Muner
Mientras lo estudié, me sentí acompañado
(y, de vez en cuando, asediado) por una multitud de escritores; zarandeado
de un libro a otro; sin refugio ante un aluvión de citas, de
análisis, de teorías. Ahí estaban Goethe, Valle-Inclán,
Nietzsche, Adorno, Borges
; ahí estaban sus ideas, cruzándose,
tejiendo otras, acosándome. Y enfrente estaba yo, compartiendo
y discrepando, en acuerdo feliz y en desacuerdo feroz, obligado a 'pensar',
forzado a rectificar mi percepción de algunas cosas, emborronando
papeles para balizar mi extravío; enfrente estaba yo como más
me gusta estar: intelectualmente 'vivo'
Se lo debo a Manuel Muner
y a su Las palabras del dominio.
4) Sé
que, con estas líneas, apenas he 'rozado' el libro de Muner.
He planeado un poco en círculo, como un ave de rapiña,
en torno a Las palabras
; pero he desistido de precipitarme sobre
sus páginas para, haciendo presa en ellas, vaciarle las entrañas.
He optado, en resumidas cuentas, no por lo más cómodo,
sino por lo más gratificante: un ligero capricho de escritura
a propósito de un trabajo que estimo. Deseo manifestar también
mi reconocimiento a Iralka por continuar apoyando obras de esta índole,
que casi todo lo tienen hoy en su contra (desde la ideología-ambiente
hasta la lógica del mercado) y que tantos obstáculos van
a encontrar en su carrera hacia los lectores. Felicitar a Iralka no
sólo por existir, sino por empecinarse en 'seguir existiendo',
a veces lo más complicado. Por conservar esa línea editorial,
audaz y hasta temeraria, en la que la literatura, reconciliada con la
filosofía, con el pensamiento crítico, se nos revela como
una forma de la contestación, como un vehículo de la resistencia.
No, no es fácil publicar un texto sobre 'el enigma de Zenón
de Elea', o sobre la noción de 'palabra', o sobre los mecanismos
ideologico-psicológicos de Su Santidad, o un monográfico
sobre El Dolor, o El Vino, o La Risa
, y 'sobrevivir' a la experiencia.
Como tantas
editoriales empeñadas en alterar nuestro discriminatorio 'orden
del discurso', en escapar de sus redes para ofrecer al lector los relatos
disidentes y las perspectivas proscritas, como la propia F.A.L., involucrada
en la misma lucha, Iralka ('cizaña', en castellano) testimonia
que, por fortuna, continúan abriéndose grietas en las
paredes del edificio del Poder, y que aún quedan gentes enemigas
del silencio procurando, en las manos las limas de sus libros, horadar
tales muros, profundizar sus fisuras. Pugnando por ahondar una de esas
grietas está por fin la lima de Las palabras del dominio. E ideando
maneras de horadar el muro han estado siempre Manuel Muner y los compañeros
de Iralka; y he pensado que asimismo podía estar yo, por una
vez, con este breve apunte
Pedro
García Olivo,
Arroyo del Cerezo, otoño de 2000.